Es un lugar común ofrecer en las diferentes expresiones artísticas, entre las que se encuentra el cine, una lóbrega visión de la realidad; regodearse en el lado más oscuro del hombre, en un alarde de realismo, crítico del romanticismo y la ingenuidad. A veces resulta provechoso, hacerlo siempre decae en lo deprimente. En todo caso, como en cualquier tópico, es más sencillo explotar el lado oscuro que ofrecer, por contraste, la luz que se esconde en el corazón humano. “Hasta el último hombre” de Mel Gibson logra presentar con gran maestría una visión diáfana de esta luz, eludiendo romanticismo e ingenuidad, sirviéndose para ello de la realidad.
“El hombre supera infinitamente al hombre” (Pascal). Esta versión esperanzada y optimista de la naturaleza humana parece ser continuamente desmentida en los noticieros habituales, que gustan de ofrecernos nuestra dosis diaria de desaliento, al presentarnos la cara más triste de la realidad. Los santos, en cambio, saben descubrir, resaltar y fomentar los aspectos más positivos escondidos en el corazón humano. Los auténticos artistas son capaces de expresar -sin caer en la ingenuidad, ñoñería o simplicidad-, los brillos ocultos de la naturaleza humana, ofreciéndonos, por contraste, la dosis de belleza necesaria para alimentar nuestra existencia.
“Hasta el último hombre” parecería una ficción ideal, una visión idílica, una epopeya heroica, y por ello irreal. Sin embargo, al final del filme uno se sorprende al ver que no, que lo que nos están contando no es una mera posibilidad o una ficción, sino un hecho real. La grandeza de la humanidad queda entonces patente. Mel Gibson rescata así un elemento que ha hecho grande a los Estados Unidos, elemento del que algunos sectores buscan desesperadamente desprenderse, para avocarse así a un suicidio moral y cultural: el poder de la fe, la profundidad y grandeza de las convicciones. Convicciones y fe que resisten las más duras pruebas y transforman la realidad.
“Hasta el último hombre” puede leerse como una metáfora de la vida actual. Muchos se burlan y recelan de los hombres con convicciones y con fe. Parecen poco prácticos, como si voluntariamente cerraran los ojos a la inclemente y gris realidad. Hasta que, finalmente, esos hombres con fe salvan a quienes anteriormente eran sus jueces implacables. La película tiene dos partes muy marcadas: la crítica y el juicio del hombre con fe, principios e ideales en primer lugar; la puesta en práctica de estos últimos en segundo lugar. El poder de las convicciones y su eficacia se muestra en el campo de batalla. Desmond Doss, el hombre considerado un estorbo y destinado a una muerte segura por su “irracional” negativa a portar un arma, termina salvando la propia vida y la de setenta y cinco de sus compañeros, muchos de los cuales le hicieron la vida imposible durante el periodo de entrenamiento.
Al momento de ser juzgado se pregunta por qué es duramente atacado y discriminado por sus creencias, cuando en todos los demás aspectos se desempeña con normalidad e incluso con excelencia. No hay respuesta a su reclamo. De hecho, el guión de la película hace ver como providencial su admisión final al ejército, como también fue providencial su desempeño heroico en la batalla de Okinawa. Si uno lo piensa con sangre fría, no tenía ninguna posibilidad de salir con vida y rescatar la vida de tantas personas en medio de una batalla perdida. Quizá por eso, además de quedar fuera de duda su indomable voluntad y la firmeza de sus principios, uno se ve inclinado a pensar que todo ello no basta: se requiere, para hacer lo que él hizo, del auxilio de la Providencia. No deja de ser elocuente y quizá un poco hollywoodesca la escena en la que, después de su proeza y antes de entrar nuevamente en batalla, todo el escuadrón espera a que el protagonista culmine su oración.
Quizá es precisamente por eso -por ser positiva y presentar una página heroica de la naturaleza humana, respaldada por un profundo fundamento de fe-, que la película, si bien ha sido premiada, no lo ha sido todo lo que pudiera serlo. Existe un poderoso sector en el mundo artístico que insiste en ofrecer una imagen deleznable del hombre. No es que sea falsa esta visión, pero no es toda la realidad, y quizá pesa el constatar cómo la grandeza humana está cimentada en la profundidad de la fe: Dios no empequeñece al hombre sino que es la garantía de su excelencia.
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