Anteriormente me chocaba el “rock cristiano” o la “música pop cristiana”. Era lógico, pues había sido formado en un país como México, donde hay una fuerte tradición laicista. Según esa forma de pensamiento, que subraya hasta el extremo la legítima distinción entre Iglesia y Estado, donde pareciera que la fe debe recluirse en los límites de la familia y la conciencia, experimentaba un cierto pudor de caer en manifestaciones públicas de religiosidad. Me parecía que mezclar música pop o rock con fe y religiosidad era impropio, un coctel que no combinaba, pues suponía mezclar facetas radicalmente distintas de la realidad: la religiosidad intimista con el esparcimiento lúdico.
Seguramente influyó el hecho de que la vanguardia en lo que a música cristiana se refiere, desde hace mucho la detentan los evangélicos, siendo tímidas y con frecuencia poco afortunadas, las incursiones del catolicismo en este ámbito. Me parecía que una música para bailar o para cantar en un concierto resultaría impropia de una manifestación religiosa. Nunca estarían a la altura de una polifonía de origen católico o, más aún, del canto gregoriano.
Después he repensado mi postura. Dos premisas implícitas se mostraban por lo menos inexactas, si no falaces. La visión católicos-evangélicos no tiene por qué ser necesariamente antagónica. No necesariamente somos “competidores”; en realidad, ambos buscamos predicar a Cristo e infundir un soplo de espiritualidad a este mundo secularizado. Además, no somos perfectos, ni necesariamente hacemos las cosas mejor que ellos. Esta suposición sería un error mortal enraizado en un falso orgullo. Podemos, por el contrario, aprender mucho de lo que hacen bien. La otra premisa implícita, es que había asumido acríticamente algunos postulados del laicismo de raigambre mexicana. No tiene por qué darme pudor el manifestar públicamente mi fe. Pero, el hecho definitivo en mi cambio de postura vino por la línea del arte: durante siglos el mejor arte se inspiró en la narrativa cristiana, y así le habló al hombre de esa época y al de todos los tiempos, pues se convirtió en clásico, ¿por qué ya no era así?
Mientras el mundo abandonó la narrativa cristiana como fuente de inspiración del mejor arte, una parte consistente –no todo, a Dios gracias– del arte católico posterior al Concilio Vaticano II naufragó en las ciénagas de lo irrelevante. Se empezó a popularizar una expresividad religiosa –tristemente no se le puede llamar arte– que daba culto a lo feo, a lo funcional, a lo pobre. Uno casi debía pedir perdón si buscaba la excelencia en la expresión artística, sea en la arquitectura de los templos, en la orfebrería de los ornamentos, en el decoro de las imágenes o en el cuidado de los cantos. Se cayó en un espíritu de pobretería, que sentía complejo por dedicarle a Dios lo mejor, lo excelente, pensando que no lo necesita. En realidad, Él no necesita nada, somos nosotros los que lo necesitamos, particularmente los pobres, que durante siglos han podido disfrutar gratis la belleza de las catedrales, o han tenido el santo orgullo de que su fe vaya a la vanguardia de la expresión artística. Basta visitar Italia para darse cuenta de ello.
Lo dramático no era sólo la ausencia de belleza en la transmisión del mensaje cristiano, sino su consiguiente irrelevancia. No interpela al hombre de hoy, mucho menos a los jóvenes. Por eso descubrir a Hillsong, el grupo australiano de música cristiana, ganador de premios Grammy, que llena estadios en sus conciertos y hace vibrar a jóvenes y no tanto, supuso una bocanada de esperanza. ¿Por qué? Porque mostraba cómo el mensaje cristiano puede producir belleza, calidad, arte y al mismo tiempo interpelar al hombre de hoy. Ser relevante.
En un segundo momento, he podido apreciar el delicado equilibrio entre forma y fondo que consiguen. Es decir, letras que beben directamente de las fuentes de la revelación –la Biblia– expresando el hondo contenido de la fe, así como una rica espiritualidad, que al mismo tiempo son interpretadas con un elevado estándar de calidad artística. Técnicamente, musicalmente son impecables, mientras que son teológicamente profundas. Pienso que hacemos bien en reconocer su labor, y podríamos esforzarnos por seguir su ejemplo, para volver a introducir la narrativa cristiana dentro del ámbito de la excelencia artística, e interpelar así al hombre contemporáneo.
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