Jesús Adrián Romero es quizá el cantante popular de música cristiana más reconocido internacionalmente. Recientemente, por ejemplo, presentó un concierto que fue un éxito total en Lima, Perú. Sus canciones son escuchadas por evangélicos y no pocos católicos, ayudándoles a muchos de ellos a hacer oración, a desarrollar su espiritualidad, a fomentar su lectura de la Sagrada Escritura o profundizar en su relación personal con Jesús.
En efecto, la música popular evangélica se ha desarrollado antes, mejor y con más profesionalidad que su contraparte católica (aunque por el momento haya acaparado las cámaras Sor Cristina). De hecho, incluso suelen ganar el Grammy, existiendo amplias gamas de música, desde la balada hasta el rock “pesado” cristiano.
Por ello mismo, muchas veces la música cristiana se ha convertido en la punta de lanza del proselitismo evangélico, que busca ganarse por este medio la simpatía de los jóvenes, atrayendo a muchos católicos poco firmes en sus creencias o que no practican.
La carga emotiva que acompaña a la música la vuelve especialmente apropiada para ganarse el corazón de un público sentimental, en una etapa de la vida en que los sentimientos pueden alcanzar una absoluta preponderancia a la hora de tomar decisiones.
Sin embargo, por lo menos para un católico, como el que escribe, no deja de ser sugerente el viraje que la producción de Romero está conociendo.
En efecto, desde hace algún tiempo se ha permitido, por ejemplo, alguna balada en la que ensalza el papel de María en el plan de Dios (lo que para el común de los evangélicos suena a terrible herejía), fruto de una más atenta lectura de la Escritura.
Ahora, en su reciente producción, está explorando otros elementos que por lo menos son semejantes o parecen inspirados en formas de religiosidad católicas, como pueden ser el uso de incienso y una decoración a base de velas y de vitrales en sus conciertos.
Interrogado expresamente por el motivo de estos cambios, en una entrevista reconoce que el público al que dirige su música está cambiando. Ya no es su generación, se trata de una generación nueva, la cual –en sus palabras– es menos sentimental y está más por la búsqueda de la trascendencia, de lo sobrenatural.
El viraje busca abrir una ventana hacia esa trascendencia, favorecer el contacto con lo sobrenatural a través del mayor número posible de sentidos, es decir, no sólo el oído con la música, sino también, por ejemplo, la vista con la decoración, de forma que sea más fácil para el hombre elevarse a Dios. No lo dice en su entrevista –muy probablemente no se da cuenta–, que para conseguir este efecto está calcando en cierto sentido los principios de la liturgia católica.
La liturgia toma en cuenta que el hombre es un ser temporal y físico, no un espíritu, y entre otras cosas, se propone ayudar a que todo el hombre se eleve hacia Dios y le de gloria, involucrando para ello cabeza, corazón, sentimientos, y sirviéndose para ese objetivo de los sentidos, ventanas del alma. Aunque entre más sentidos involucre, mejor puede suscitar esa nostalgia y ese deseo de Dios, la liturgia no decae en un espectáculo, pues no busca proporcionar emociones cada vez más fuertes cuanto abrir ventanas hacia lo espiritual, lo trascendente, lo sobrenatural: no impone lo espiritual, lo evoca. La liturgia bien vivida no te lo dice todo, te deja en el umbral del misterio invitándote a entrar.
Pero, volviendo a Jesús Adrián, es interesante ver cómo un evangélico convencido, al tomarle el pulso a los tiempos, viene a “redescubrir” tímidamente, 2 mil años después, la liturgia. Casi parece como un extraño experimento divino, en el cual vuelve a rebobinar la cinta, a repetir la historia, y una comunidad fuertemente anclada en la Palabra (como lo son los evangélicos, y como lo era la primitiva Iglesia), empieza a desarrollar los elementos y las formas que con el tiempo fueron cristalizando en la forma más adecuada para dar culto a Dios. Para un católico ese proceso se realizó con la asistencia del Espíritu Santo en la primitiva Iglesia, y no es descabellado pensar que ahora repite el proceso en los evangélicos, para ayudarles y ayudarnos a recuperar la unidad de la Iglesia a través de la belleza en el culto a Dios.
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