Transcribo un diálogo de mi clase de Teología: – “¿Para qué creó Dios el universo?” –“Por amor y para manifestar su gloria” – “¿Para qué nos creó a nosotros?” – “Para conocerlo y amarlo en esta vida y gozar de Él después en el Cielo” – “¿Cuál es el fin de la vida del hombre?” – “Darle gloria a Dios sirviendo a nuestros hermanos” – “Profe, ¿Dios tiene baja autoestima?” – “No, ¿por qué lo preguntas? – “Es sencillo: se siente sólo y nos crea para que le amemos y le demos gloria; es como si necesitara de nuestro amor y de nuestra glorificación, sin necesitarlo. Las personas con baja autoestima necesitan que se las reconozca, sentirse amadas… Dios también”.
Como se ve, no son sencillas las preguntas de mis alumnas filósofas. Está claro que Dios no tiene baja autoestima, que no necesita crearnos, que la creación es un acto libre y amoroso de Dios. Pero ¿cómo compaginar ambas cosas?; es decir, que Dios no “necesita” crearnos, no “necesita” manifestar su gloria, no “necesita” nuestra gloria ni nuestro amor, con la realidad de que efectivamente lo haya hecho y sea su gloria el fin de todas las cosas, nuestra vida incluida, y efectivamente espere amor de nuestra parte.
Hay dos insuficiencias en el planteamiento. Una antropológica y otra teológica. Además, peca de “antropomorfismo” es decir, proyectar en Dios, automáticamente y “sin traducción” por decirlo de algún modo, los cánones humanos. La insuficiencia antropológica es simple: no es señal de baja autoestima la necesidad de ser queridos; es una necesidad humana. La felicidad del hombre, como apetito fundamental de nuestra naturaleza, que escapa incluso a nuestra libertad, consiste en el amar y ser amados. Ser amados es, en consecuencia, una necesidad básica del hombre, sin la que su apetito fundamental, el bien al que necesariamente tiende, la felicidad, estaría frustrado. Ahora bien, hay formas normales de buscar ser amados y formas patológicas de hacerlo, pero el deseo de serlo es innato a nuestra naturaleza.
La insuficiencia teológica es aplicar sin más los conceptos humanos a Dios, como si fueran igualmente pertinentes, olvidando que, en su profundidad, Dios es un misterio. Lo que predicamos de Dios es más desemejante a Él que semejante; de Él sabemos más lo que no es que lo que es. Cualquier cosa que afirmemos de Él es insuficiente, porque viene de proyectar nuestras ideas y experiencias humanas en una realidad divina que, por definición, nos es desconocida, aunque lo suficientemente conocida como para saber que es radicalmente diferente a nuestro mundo y a nuestro modo de conocer.
La respuesta fácil a la pregunta de mi alumna es decirle, simple y llanamente: “Dios es un misterio”, lo que equivale a decir “no sabemos” o, en otros términos, a no decirle nada. ¿No puede avanzar un poco más la racionalidad para iluminar este legítimo cuestionamiento de mi alumna? Finalmente suponía un escollo para su fe. Me vino entonces a la memoria la famosa sentencia de san Ireneo: “La gloria de Dios es el hombre viviente; la vida del hombre es la visión a Dios.”
Quizá se entienda con la analogía del artista. Dios nos hace; somos su obra maestra, le damos gloria con nuestra existencia, pero más perfectamente con lo más propio de nosotros: nuestra inteligencia y nuestra voluntad, cuando libremente lo hacemos. Dios crea para manifestar su gloria, y es el hombre el punto donde esa gloria alcanza su cenit. Ahí está la raíz teológica del humanismo cristiano: somos la gloria de Dios, su obra maestra. A nosotros nos queda darnos cuenta, reconocerlo; la visión de Dios nos permite hacerlo.
En resumen: Dios no necesita crearnos, pero lo ha hecho para manifestar su gloria. Somos la manifestación viviente de la gloria divina. Esa es nuestra realidad, reconocerla implica darle gloria a Dios no solo con nuestra existencia, sino con nuestra libertad; en ello encontramos la plenitud de nuestra vida, la cual embona así perfectamente con su sentido y su finalidad. Esto, sin embargo, no supone ninguna carencia o fragilidad en Dios. La autoestima de Dios está garantizada o, dicho de otra forma, se identifica con su gloria. ¿Qué es gloria? Según santo Tomás de Aquino es “cierta claridad que contiene en sí misma belleza y manifestación.”
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