La Belleza de lo frágil, una propuesta de inclusión

 

No es posible negar que la discapacidad rompe esquemas. Durante mucho tiempo (aún hay quienes lo hacen) se mantenía oculto a todo aquel que era “diferente” y cuya cercanía resultaba repulsiva, dolorosa y casi insoportable, porque nos hacía recordar nuestra propia contingencia, nuestra limitación.

El cristianismo también rompe esquemas y nos hace pensar que la Belleza se revela de un modo inconcebible e inesperado. La fortaleza de Dios se manifiesta en la debilidad, en lo que no se alcanza a comprender, lo absurdo… En la pobreza, en la discapacidad.

Como puerta de acceso a este tema, me he servido de un discurso del Cardenal Joseph Ratzinger sobre la contemplación de la Belleza. Lo primero que hay que entender es que la raíz del ser cristiano se halla simbolizada en la Cruz de Cristo, que encierra en sí un sobrecogedor contrasentido:

En la Cruz, Jesucristo es denigrado, menospreciado, maltratado, rechazado; pero está ahí por amor, entregándose y perdonando. La premisa en la Cruz, que después se hace patente en el sepulcro, es: “el amor vence a la muerte, es más fuerte que todo pecado”.

Si bien es cierto que, en los tiempos de Jesús, el suplicio de la cruz se ejecutaba de tal modo que despojaba al condenado de toda expresión de dignidad; no es menos cierto que, gracias al amor que Dios profesa al hombre en esta entrega hasta el extremo, se transforma (igual que la discapacidad) en un signo de contradicción frente al hedonismo.

Esa Cruz ya no es más un lugar de maldición, sino señal con que se bendice; ya no es aquello repulsivo a lo que no se quiere mirar; sino que ahora resulta atrayente en sumo grado. En el plano de lo inmediato, la muerte de cruz (como toda desgracia humana) es algo repulsivo; pero a la luz de la fe alcanza la hermosura. Baste recordar la declaración de labios del mismo Jesús: «cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí».

El cardenal Ratzinger señala que la Iglesia canta, como introducción a un mismo salmo, dos antífonas que refieren a la persona de Cristo en sentidos opuestos: «… eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia» y «Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor… ». El mismo hombre, el mismo espíritu, una sola verdad.

El hombre, sin importar si vive con una limitación o no, ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios; y Él ama tanto a su creatura, que irrumpe en la creación para hacerla plena. Jesús enfrenta en la cruz esta dicotomía.

San Agustín se da cuenta de que es necesario reconsiderar el concepto de belleza a la luz de la Revelación. El hombre de fe sabe que la Belleza de la Verdad incluye la ofensa, el dolor, la muerte, y que sólo se puede encontrar tal Belleza aceptando esa condición y no ignorándola.

La Belleza hiere, dice Joseph Ratzinger pero «el verdadero conocimiento se produce al ser alcanzados por el dardo de la Belleza que hiere al hombre, al vernos tocados por la realidad, “por la presencia personal de Cristo mismo”. El ser alcanzados y cautivados por la belleza de Cristo produce un conocimiento más real y profundo que la mera deducción racional».

La experiencia de lo Bello alcanza el alma y le ayuda a percibir la realidad con una mayor “claridad”. Este admirar la realidad en lo profundo permite apreciar una perspectiva que va más allá de los sentidos, a saber: el esplendor de la gloria presente en el rostro doliente de Cristo.

El cardenal Ratzinger asegura que este proceso de purificación de la mirada del corazón nos revela la Belleza. Sin embargo, explica que, como consecuencia de la mentira, la seducción, la violencia y el mal, se presenta algo que parece ser una objeción a ella: «¿Puede la Belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es acaso malvada en el fondo?» –aquí cabe preguntarse también sobre el porqué último de la discapacidad–. Para responder estas preguntas, él emprende un camino de vuelta al principio del texto (la dualidad que yo he tratado de explicar mediante la reflexión sobre el sentido de la Cruz): «eres el más bello de los hombres» y «sin figura, sin belleza […] su rostro está desfigurado por el dolor».

La experiencia de lo Bello, en la pasión de Cristo, recibe una nueva profundidad.

«Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas […] Precisamente en este rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema Belleza: la Belleza del Amor que llega “hasta el extremo” y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia».

Hay que dejarse herir por el icono de Cristo crucificado, creer en el Amor y correr el riesgo de renunciar a la belleza exterior (que ciega y encierra al hombre en sí mismo; que lo empuja a un abismo egoísta) para encontrar la verdad de la Belleza que salva.

¿Cómo hacer posible esta salvación por medio de la Belleza? Dejaré que la Escritura responda:

«Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Así también el cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie: «Puesto que no soy mano, yo no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera: «Puesto que no soy ojo, no soy del cuerpo» ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde quedaría el oído? Y si fuera todo oído ¿dónde el olfato? Ahora bien, Dios puso cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Ahora bien, muchos son los miembros, mas uno el cuerpo. Y no puede el ojo decir a la mano: «¡No te necesito!» Ni la cabeza a los pies: «¡No os necesito!» Más bien los miembros del cuerpo que tenemos por más débiles, son indispensables. Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes honestas no lo necesitan. Dios ha formado el cuerpo dando más honor a los miembros que carecían de él, para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros. Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo». (1 Corintios 12, 12-26)

Si somos capaces de contemplar la auténtica hermosura presente en el rostro doliente del Cristo que nos interpela y nos convoca en quienes viven la discapacidad o sufren las carencias de un sistema social como el nuestro, irremisiblemente nos involucraremos de una manera más participativa en el ejercicio de la Caridad, donde todos somos responsables de todos. Sólo así nos salvará la Belleza.

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