La costumbre de morirse

Yo no había pedido asistir a aquella cena. Es más, si me hubieran dado a escoger, yo habría elegido no ir a ella. ¡Detesto las cenas largas! Además, yo no conocía a ninguno de mis compañeros de mesa. ¿Quiénes eran esos señores? ¿Quiénes esas señoras? ¿Y por qué tuve que ceder a los ruegos de la anfitriona? ¡Ah, con lo bien que me lo hubiera pasado en casa leyendo un libro y tomándome un café! ¿Por qué no me negué a andar en esas danzas con mayor energía? Sin embargo, ahí estaba ya, y lo único que me quedaba, como dicen en mi tierra, era hacer de tripas corazón.

– ¿Pan?

– Sí, muchas gracias.

– ¿Crema?

– Muy poca, por favor.

Todos se llevaban la cuchara a los labios en silencio, evidentemente incómodos con mi presencia. Y digo incómodos porque se comunicaban entre ellos a base de monosílabos. En ciertos momentos me daba la impresión de que hablaban como en secreto para que yo no oyera nada de lo que decían. ¡Dios mío, qué incomodidad!

– Usted es sacerdote, ¿no es cierto? –me preguntó alguien con el único fin de no excluirme del todo.

– Sí –dije yo-, es cierto.

Luego todos volvieron a llevarse la cuchara sus bocas e, instantes después, se pusieron a celebrar los éxitos de un médico que andaba por ahí cerca –creo que a dos tres puestos de mí- y le decían:

– Qué bárbaro, eres una eminencia. Todos hablan maravillas de ti.

Y también:

– Una parte de tus estudios la hiciste en Harvard, ¿verdad? ¡Qué envidia!

Estaban, en general, muy emocionados por tener tan cerca a esa eminencia que, por otra parte, sin muchos remilgos se dejaba querer.

– Yo siempre he dicho que la profesión más honrosa y más sacrificada de la tierra es la del médico –dijo una mujer-. Y por eso le ruego a mi hija cada vez que puedo: “Elige la medicina; es lo más noble que existe”. ¡Quién sabe si me hará caso! Ahora los muchachos no atienden demasiado los consejos de sus padres…

– Los médicos sí que hacen mucho por las personas –dijo de pronto otra mujer: se lo decía al médico, pero me miraba a mí. Y era la suya una mirada emperrada y felina.

– ¿Y como a cuántas personas ha salvado usted? –preguntó un hombre de corbata larga y barba corta-. ¿Ha hecho usted un cálculo? ¿Lleva la cuenta?

Yo, entretanto, callaba. Callaba y pensaba. Siempre he tenido gran aprecio por los médicos. A muchos de ellos los admiro sinceramente. Pero aquella pregunta, así formulada, me sacó de quicio. “¿Y como a cuántas personas ha salvado usted?”. ¿Salvado de qué? ¿O es que los pacientes de aquella eminencia no se han muerto ya? O si no se han muerto, ya morirán un día u otro. Y si no de esto, de aquello; y si no de aquello, de lo de más allá.

Lo repito: admiro a los médicos, pero el verbo salvar, en aquel momento, me pareció excesivo. Hasta ahora no sé de ninguno al que la medicina haya salvado de la muerte. Tal vez este médico o aquel otro hayan prolongado la vida de mucha gente, pero, por desgracia, llegará un momento en el que ya no será posible prolongársela más.

En su novela Viaje alrededor de mi cuarto, Xavier de Maistre (1763-1852) imagina un curioso diálogo entre Hipócrates, el padre de la medicina, y un tal doctor Cigna, que se burlaba del antiguo arte de curar para aplaudir los avances modernos de la ciencia médica:

<<Los vi sentarse en las sillas que estaban en torno a la chimenea.

– Si los descubrimientos de que me habla usted fueran verdad –decía Hipócrates al doctor Cigna-, y si hubieran sido tan útiles a la medicina como usted pretende, yo habría visto disminuir el número de los hombres que descienden cada día al sombrío Averno y cuya lista ordinaria según los registros de Minos que yo mismo he verificado, es contantemente la misma que antes>>.

¿Habría que condenar a Hipócrates por decir lo que dijo? ¿Habría que tacharlo de pesimista o que quitarle la paternidad de las ciencias médicas? Y, no obstante, es verdad: aunque la medicina hace progresos inimaginables, los hombres no dejamos de morirnos. Como muy bien lo dijo el poeta –y creo que ese fue Borges-, morir es una costumbre que sabe tener la gente. Y, por lo demás, se trata de una costumbre por desgracia muy arraigada.

Pero sigue diciendo Hipócrates en aquel diálogo imaginario: <<Y puesto que los trabajos de mil generaciones y todos los descubrimientos de los hombres no han podido prolongar por un solo instante su existencia; puesto que Caronte transporta cada día en su barca la misma cantidad de sombras, ¿a qué cansarnos en defender un arte que en el reino de los muertos en que estamos ni siquiera sería útil a los médicos?>>. ¡Si por lo menos los médicos no se murieran! Pero ellos también mueren, como los ricos, los pobres y todos los demás.

– ¿Y por qué eligió usted una ocupación tan… tan mística? –me preguntó la mujer que le decía a su hija lo que ya sabemos.

Traté de imaginar lo que quería decir la palabra mística en los labios de aquella mujer: inútil, rara, poco práctica. Me hubiera gustado responderle:

– Porque, a pesar de todo, la gente se muere, señora, y después de esta vida hay otra.

Pero, para no parecer descortés, me limité a sonreír.

 

 

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