Resumiendo brevemente la doctrina de la Iglesia sobre la homosexualidad, sin hacer distinción entre el grado de relevancia que existe entre las diversas declaraciones magisteriales (Catecismo de la Iglesia, Encíclicas y Exhortaciones Apostólicas del Papa, o documentos de los diferentes dicasterios romanos), pueden asentarse las siguientes afirmaciones:
* La Iglesia distingue con nitidez entre la persona homosexual, que merece todo el respeto, valoración y comprensión, propia de su dignidad como hija de Dios, de los actos homosexuales, los cuales son siempre gravemente desordenados (en términos coloquiales, son pecado mortal). Debido a este desorden, reconoce en la inclinación homosexual una dura prueba para la persona que la tiene, pues es una fuerte inclinación hacia conductas inmorales. Por ello, estas personas requieren una atención pastoral más cuidada. Para superar esta dificultad requieren el apoyo de toda la comunidad eclesial, una especial atención pastoral de los ministros de la Iglesia y el empeño personal del cristiano homosexual por ser fiel a las enseñanzas de Jesucristo.
* Entiende la Iglesia a la homosexualidad en los bautizados como un camino especial, particularmente marcado por la Cruz, para identificarse con Jesucristo. Es decir, la llamada a la santidad inscrita en el sacramento del bautismo permanece intacta en la persona con inclinación homosexual, la cual, para ser fiel a ese llamado de Dios, requiere una particular atención por parte de los pastores, así como la acogida, nunca el rechazo, de la comunidad cristiana.
* No es verdad que la doctrina católica fomente necesariamente las terapias reparativas en las personas homosexuales. No le corresponde a la Iglesia definir si es una enfermedad psíquica o no, si es innata o adquirida. Este campo incumbe a los especialistas de la salud. Le corresponde afirmar que la persona homosexual es hija de Dios y sigue siendo llamada a vivir conforme a la doctrina de Jesucristo. La Iglesia es consciente de que tal inclinación supone una prueba difícil para quien la posee, pues le dificulta mucho vivir según las enseñanzas del Evangelio.
* La doctrina de la Iglesia, en suma, no es que toda persona homosexual debe intentar una terapia reparativa, pero sí que debe vivir según las enseñanzas de Jesucristo. Si no es capaz (como sucede con frecuencia) de llevar una vida heterosexual sana (dentro del matrimonio entre un hombre y una mujer, abierto a la vida), deberá entonces intentar vivir el celibato o la continencia. Para cualquiera de las dos opciones que elija -evitar los contactos sexuales o reencontrar su heterosexualidad- experimentará graves dificultades. La Iglesia es consciente de ello y ofrece un apoyo especial a estas personas, para que por lo menos lo intenten, confiando en la ayuda de Dios, la cual les llega ordinariamente a través de la oración, la recepción de los sacramentos y la práctica de las obras de misericordia.
* Por considerarla una inclinación desordenada, la Iglesia afirma que el Estado, en ningún caso debería promoverla, en detrimento de los mismos homosexuales, y de instituciones naturales de gran calado, como son el matrimonio y la familia. La Iglesia recuerda no sólo que es contrario a la doctrina católica y a la ley natural -es decir, independientemente del credo que se tenga o la ausencia del mismo- el legitimar el matrimonio y la consecuente adopción entre personas del mismo sexo, sino que en ningún caso le es lícito al parlamentario católico apoyar tales propuestas. Si ya están vigentes, los políticos católicos deberán, en conciencia, intentar limitar sus efectos dañinos. Análogamente, los creadores de la opinión pública no deberían promover estas legislaciones, pues desdibujan las instituciones naturales de la familia y el matrimonio, verdaderos cimientos de la sociedad, y lesionan los derechos del niño. El titular del derecho a ser adoptado por la familia más estable es el infante, no siendo este derecho de los padres adoptivos.
* Dada la delicada situación existencial de los homosexuales, la Iglesia condena particularmente cualquier forma de violencia, burla o discriminación hacia estas personas, como contrarias a la dignidad humana y a la caridad, principal precepto cristiano. Sin embargo, alerta contra la falacia de considerar que no apoyar las pretensiones de un grupo activista, es hacerle violencia o discriminar. Una cosa es no estar de acuerdo con el matrimonio y la adopción homosexual, y otra muy diferente discriminar o hacer violencia.
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