La justicia de un doble martirio

Resulta contraintuitivo decir que un mártir, víctima por antonomasia, puede hacer justicia a su verdugo. Más cuando se trata de ese martirio tan especial de quienes sobreviven a la muerte de sus seres amados, en medio de persecuciones.

Sin embargo, el cristianismo se comprende mejor desde la paradoja, por ser la ventana a través de la cual nos asomamos a la contemplación del Misterio. Quien haya recitado alguna vez la oración de San Francisco, aunque no sea creyente, ni cristiano, entenderá mi afirmación.

Los cristianos que sobreviven en medio de persecuciones, decíamos en pasada ocasión, las más de las veces toman la decisión de perdonar a los verdugos de sus seres queridos, quienes también son sus persecutores. El perdón no es olvido, ni estoico desdén, ni un acto realizado de una sola vez y para siempre, sino un sinuoso y escarpado camino recorrido en libertad, una opción de vida ordenada al fin supremo de la justicia, un testimonio que se rinde por amor a Cristo.

Este camino es penoso, suele llenarse de recurrentes demonios que sólo pueden derrotarse mediante la oración, como bien dijo Jesús. Una senda que, sin dejar de vivir las penas, llena la vida propia y comunitaria de gozo, siempre y cuando no lo confundamos con vana alegría, simple contentamiento y mucho menos con fatalismo. El gozo cristiano es una particular forma de vivir en apertura a Dios, la cual implica abrazar la cruz por cotidiana, pequeña e insignificante que parezca. Cuantimás si del martirio hablamos. ¿Quién no ha vivido ese pequeño esfuerzo diario de perdonar a quien nos ha hecho daño? Una decisión que de manera alguna implica renunciar a lo justo, sino exigirlo en su forma más decididamente humana. Una vez más la paradoja cristiana. No hay resurrección sin pasión.

Como historiador he podido identificar cinco formas en las cuales la intención de justicia se manifiesta. El mártir, víctima y sobreviviente, recorre las cinco de manera cotidiana, con avances y retrocesos, hasta alcanzar la cima no por un acto de voluntad, pues nadie puede recorrerlo sostenido por sus propias fuerzas, sino como experiencia muy profunda de Dios. Se avanza desde el primer deseo de venganza, ese apetito básico de justicia, a la Ley del Talión como forma natural de retribución, muy vigente en nuestros códigos penales, hasta la exigencia de un trato igualitario ante la ley, con lo cual la reparación a la víctima mediante el castigo del victimario quedarían asegurados; pero no es suficiente. A partir de este momento, el mártir se adentra en dos formas propiamente cristianas de justicia: la equidad, balanza entre débiles y poderosos, para dar acceso a su máxima expresión como es el perdón. No niega un punto la necesaria restitución del daño, pero abre la puerta, mejor aún, exige la misericordia. Sólo este camino puede reconstruir el sentido de humanidad de la víctima, la dignidad del verdugo, el tejido social y la armonía en las relaciones humanas.

Los mártires, actuales y sobrevivientes, son los auténticos constructores de la esperanza que aún sostiene a la humanidad, la más sorprendente de las virtudes a decir de Charles Péguy. La cruz es la gran paradoja del cristianismo, es el misterio abierto a la resurrección. La grandeza del camino del perdón como justicia es reconocible por la sola razón, siempre que se auxilie de un poco de buena voluntad.

 

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