La libertad, el mal y la esperanza

Para derrotar al mal hay que mirarlo a los ojos. Un acto que resulta difícil, porque se trata del espejo en el cual contemplamos lo que somos capaces de hacer cuando ejercemos nuestra libertad con soberbia, desde lo más cotidiano hasta lo más terrible. Seamos sinceros: lo que nos llena de temor no es propiamente el mal, sino nuestra libertad.

El mal no es un asunto de enajenados, sino de personas libres. Le tenemos miedo a la libertad porque nos hace responsables del prójimo. Negarse a verlo es ceder a la dictadura del relativismo y pretender ejercer esta libertad como el cumplimiento de nuestros deseos, es coquetear con la soberbia de Narciso.

El mal tiene existencia objetiva, no es una proyección de nuestra subjetividad. Quienes deciden transitar este camino como opción de vida, lo hacen en libertad y, en su extremo, terminan por rendirle culto. Unos le llaman Malverde, otros la Santa Muerte, o malamente lo escondan en la túnica de san Judas Tadeo. La imaginación es inagotable. Pero no hace falta ponerse esotérico para reconocer a dónde puede llevarnos la tentación del mal. Basta con mirarse cada mañana en el espejo y aceptar la imagen reflejada. En no pocas ocasiones la convertimos en el culto más preciado, nuestro pequeño Malverde.

Sin embargo, la libertad es mucho más que la cotidiana dictadura de Narciso. Los cristianos sabemos que Jesús de Nazareth es Dios y hombre verdadero; pero con frecuencia exageramos lo primero, para olvidar lo segundo.

¡Resulta tan comprometedor! Significa que Él asumió sin más nuestra humanidad y al hacerlo nos mostró el camino para hacernos plenamente humanos. Y siendo uno de nosotros, por su libertad fue capaz de mirar al mal de frente, sufrirlo al extremo, beber el cáliz amargo y, al final, derrotarlo.

Una de las fórmulas del Credo de los Apóstoles dice que Jesús, al morir, descendió a los infiernos. Una expresión que había permanecido oscura a mi entendimiento, a pesar de las convincentes reflexiones que había leído, como las de Ratzinger en su Introducción al Cristianismo. Es ahora que empiezo a comprender de corazón. Descendió al lugar mismo donde el mal extremo habita, donde no existe atisbo de dignidad y se dispone de las personas cual juguetes. Un lugar mediocre, banal y perverso. La mirada de Jesús, estoy cierto, debió ser la misma que obsequió a la mujer adúltera.

Si queremos sacar adelante nuestro México, debemos reconocer nuestra capacidad de hacer el mal en lo cotidiano y aceptar que el criminal no es un ser excepcional, sino uno de nosotros. Sólo entonces, con humildad, aprenderemos a mirar de otro modo a las personas y reconocer en cada una de ellas a un hermano, no importa que se nos muestre como una pequeñita célula o como el más frágil de nuestro prójimo. Jesús demostró que la bondad surge de esa mirada.

El mal es racional, pero nunca razonable, porque la verdad sobre nuestra dignidad se descubre en el encuentro de la razón con la bondad nacida de esa mirada. Una afirmación reconocible por la simple razón, sin necesidad de la Revelación; pero que necesita de la fe para sostenerse a largo plazo. La mirada del Nazareno es el atrio donde dialogan a sus anchas la fe y la razón, donde se encuentran los hombres y las mujeres dispuestos a la esperanza.

El mal no puede tanto.

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