Hay en la Sagrada Escritura, y más precisamente en el libro del Eclesiastés, atribuido a Salomón, unos versículos dedicados a las mujeres que hieren nuestra sensibilidad de hombres posmodernos y nos hacen pronunciar en voz baja, mientras los leemos, la palabra misoginia. Helos aquí:
“Me puse a indagar a fondo buscando sabiduría, procurando conocer cuál es la peor necesidad, la necesidad más absurda, y descubrí que es más trágica que la muerte: la mujer, cuyos pensamientos son redes y lazos y sus brazos cadenas. El que agrada a Dios se librará de ella; el pecador, por el contrario, quedará atrapado. Mira lo que he averiguado –dice Qohelet– cuando me puse a averiguar paso a paso: estuve buscando sin encontrar. Si entre mil encontré sólo un hombre, entre todas no encontré una mujer. Miro lo único que averigüé: Dios hizo al hombre equilibrado y él se buscó preocupaciones sin cuento” (7, 25-29).
¿Cómo pudo alguien, por sabio que fuese, escribir tales palabras oprobiosas? Entre mil hombres, dice Qohelet, encontró uno solo que fuera virtuoso, pero entre mil mujeres no encontró ninguna. ¿Cómo es eso? ¿Pues dónde su puso a buscar?
Para tapar este bache, la tradición judía ha salido al quite, por decirlo así, y nos ha legado una leyenda hermosísima.
Una vez, según se cuenta, Salomón fue castigado por Dios debido a tres razones: tenía mil esposas (¿no que no?), muchos caballos y un tesoro tan inmenso en alhajas, monedas de oro y plata y piedras preciosas que nadie podía calcular y mucho menos contar. Todo esto desagradó al Altísimo, que quería que su servidor fuese un poco más modesto y lo arrojó lejos de Jerusalén, en pleno desierto.
Después de caminar horas y horas, el rey llegó a un oasis, donde encontró a unos pastores dando de beber a su ganado.
-¿Dónde está Jerusalén? –les preguntó, pues no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba–. ¿Falta mucho para llegar allá?
Los pastores se miraron unos a otros con cara de perplejidad, pues no hablaban la lengua de Salomón y, por lo tanto, no entendieron la pregunta.
-¿Jerusalén? –repitieron–. ¡Jamás habíamos oído de nada que se llamara así! ¿Es una ciudad, o qué es?
De esta manera fue como comprendió el rey que estaba más lejos de su palacio de lo que suponía. Una vez que el ganado bebió en abundancia, los pastores prosiguieron su marcha. Entonces llegó un anciano montado en un camello.
-Buen hombre –le preguntó el rey–, ¿a qué distancia se halla Jerusalén, la célebre y esplendorosa ciudad de Salomón, hijo de David?
-¿Jerusalén? ¿Salomón? ¿David? Ésta es la primera vez que oigo que alguien se llame Jerusalén; y, por lo que respecta a Salomón y a David, tampoco los conozco.
Salomón siguió caminando por el desierto, habiendo llenado de agua su cantimplora, y estuvo dale que te dale durante horas y horas hasta que llegó a una aldea. Al verlo tan sudado, tan sucio y andrajoso la gente se compadecía de él.
-Amigos míos –dijo a una pareja de viejos que lo miraban con más lástima que los otros–, no os fijéis en mi apariencia. Aunque estoy como me veis, yo soy el rey Salomón. ¡Dadme algo de comer, por el amor de Dios!
La vieja puso unos ojos como platos y le habló así:
-Aunque se ve a las claras que estás loco -¿cómo vas a ser tú el gran Salomón?-, te daremos de comer. Ven con nosotros a nuestra casa.
El rey comió, salando la sopa con sus lágrimas, y, tras haber agradecido la hospitalidad de aquellos ancianos, continuó su marcha. Por último llegó a una gran ciudad y fue a tocar a la puerta de un judío rico.
-¿Quién eres? –le preguntó éste.
-Soy Salomón, hijo de David y rey de Jerusalén.
-¿Salomón, tú? Si realmente eres el rey Salomón, como dices, ¿qué es lo que estás haciendo en este lugar y sobre todo vestido de esta manera? ¡Explícate, si no quieres que te eche de mi casa a patadas!
Entonces Salomón le explicó lo que le había ocurrido: cómo Dios se había enojado con él por haber acumulado tanto oro y tanta plata, etcétera.
Y mientras hablaba y hablaba, relatando sus desventuras, la mujer del rico tomó un garrote y empezó a darle con él en la cabeza.
-¡Mujer! –exclamó el rey–. ¿Qué te he hecho yo para que me trates así?
-¡Casi nada! –respondió la mujer–. Te has atrevido a decir que entre mil hombres sólo encontraste uno que fuera virtuoso, pero entre mil mujeres a ninguna. ¿Te parece poco?
-No te enojes –dijo el rey–, y escúchame. Por favor, deja el garrote en el suelo. Ahora te explicaré por qué dije lo que dije. Si yo hubiese escrito que entre mil mujeres había una virtuosa e inteligente, eso hubiera sido causa de muchas desgracias familiares. Muchos hombres dirían: “La mujer con la que me casé es mala; me divorciaré, pues, de ella y trataré de encontrarme otra mejor. Quizá tenga yo la fortuna de encontrarme una que valga la pena, pues Salomón asegura que hay una entre mil”. Pero, puesto que escribí que no hay ni una, cada hombre dirá: “¿De qué me sirve divorciarme de mi mujer si, en realidad, todas son iguales?”.
Ahora sí la mujer soltó el garrote, suspiró aliviada y esbozó una amplia sonrisa.
Espero de todo corazón que mis lectoras, al acabar de leer este artículo, se atrevan a hacer lo mismo. Y si no pueden hacerlo, ¡paciencia! Por lo pronto Salomón demostró ser lo bastante ingenioso para salir del paso. ¿O no?
@voxfides
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