La Virgen María está presente en toda la historia de la salvación (…) Está en los momentos centrales de la vida de Jesús: encarnación, nacimiento, inicio de la vida pública, en la Cruz. Está también en el albor de la Iglesia, reunida en el cenáculo con los apóstoles para recibir el Espíritu Santo.
Estamos en el mes de mayo, para muchos es el mes de las madres (aunque algunos nos consideren machistas por ello), para los católicos es el mes de María, madre de Dios y madre nuestra. En mayo se apareció la Virgen de Fátima, describiendo lo que sería la historia del siglo XX, haciéndonos una importante invitación a la oración y a la penitencia. Ahora bien, en el diálogo ecuménico, es decir, el empeño por alcanzar un mutuo entendimiento con otras tradiciones cristianas, que reconocen también a Jesús como Dios, María suele ser una piedra en el zapato, un punto en el cual difícilmente se puede llegar a un entendimiento fecundo. Para los católicos, en efecto, la Virgen no es un tema, es nuestra madre, madre de Dios y madre de la Iglesia.
¿Debe entonces darse por cerrada la cuestión, mostrando las dos posturas como barras paralelas que jamás se encontrarán? Claramente esa postura es contraria a la voluntad expresa de Jesucristo, atestiguada en el capítulo 17 del evangelio de Juan: “que todos sean uno, como Tú Padre en mí y yo Padre en tí, para que el mundo crea”. La convergencia, sin embargo, no será resultado de debates ni disputas teológicas, que suelen ser más bien un duelo de egos. Será obra de Dios, de su gracia. Pero podremos prepararla eliminando recelos, buscando una mayor comprensión recíproca, realizando en común obras de caridad y, como ya lo hacemos abundantemente hoy en día, con el “ecumenismo de la sangra” del que habla Francisco: en muchos lugares del mundo los cristianos son masacrados; hoy en día puede hablarse sin exagerar de un genocidio de matriz religiosa, y los asesinos martirizan a los cristianos independientemente de cuál sea su denominación; “la sangre está mezclada”.
Con este preámbulo puedo señalar, sin afán polémico, que los católicos podemos estar tranquilos. La devoción a la Virgen está sólidamente fundamentada en la Escritura Santa. Jesús es judío; señalo de entrada que “es”, no “era”, porque Cristo vive. María también. Jesucristo no vino a eliminar la ley, sino a darle cumplimiento. Su presentación en el templo, las veces que peregrinó a Jerusalén dan buena cuenta de ello. Por eso mismo vivió en grado eximio el decálogo, los diez mandamientos, sin obviar el cuarto: “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Jesús honraba y honra a su Madre. La honra que le tributamos a ella redunda en gloria de Dios. Es lógico, cuando piropeamos a la madre de un ser querido, ese se querido se siente alagado, junto a su madre. Jesús es perfecto hombre, con inteligencia, voluntad y afectos humanos. Tiene Corazón, como todos tenemos, afectos, cariño, sentimientos, sensibilidad; obviamente objeto privilegiado de ese cariño, de esa afectividad, es su propia madre.
María es también la obra maestra de Dios. La primera redimida, antes de concebir a su Hijo en su seno, lo concibió por escuchar su Palabra (parafraseando a San Agustín). Pensar que se causa prejuicio a Dios por enaltecer a María equivale entonces a suponer que le hacemos un agravio a Miguel Ángel por chulear la Capilla Sixtina, a Cervantes por valorar al Quijote o a Beethoven por disfrutar de la 9ª Sinfonía. Al revés, cuando alabamos y reconocemos a las obras maestras, en realidad estamos reconociendo a su autor, en el caso de María, le estamos dando gloria a Dios por la más maravillosa de sus obras.
Pero, finalmente, cuando los católicos, anglicanos y ortodoxos tributamos culto de especial veneración –que no de adoración, exclusiva de Dios– a la Virgen, no hacemos otra cosa que dar cumplimiento a lo que está convenientemente profetizado en la misma Biblia. En efecto, en el evangelio de Lucas leemos: “me llamarán bienaventurada todas las generaciones porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo Nombre es santo”. El rezo del rosario, por ejemplo, no es sino una manera concreta de poner en práctica la Palabra evangélica apenas consignada. Por su parte, también Lucas da testimonio de cómo el ángel Gabriel la saluda con un neologismo: “Llena de gracia”, que equivale a “llena de Dios”; e Isabel la saluda diciendo: “Bienaventurada tú que haz creído, porque se cumplirá lo dicho de parte de Dios”.
Repugna a la razón y al modo de actuar divino el pensar que Dios “utilizó” a la Virgen solo como una envoltura de “usar y tirar”. No es digno de la condición humana utilizar a las personas, tampoco es propio del obrar divino. Además, María está presente en toda la historia de la salvación: profetizada en el Génesis (primer libro de la Biblia), aparece en el Apocalipsis (último libro de la Biblia, en el capítulo 12). Está en los momentos centrales de la vida de Jesús: encarnación, nacimiento, inicio de la vida pública, en la Cruz. Está también en el albor de la Iglesia, reunida en el cenáculo con los apóstoles para recibir el Espíritu Santo. El primer milagro lo hace Jesús a petición de su Madre, es lógico que, como buenos conocedores de la Escritura, los católicos sigamos el mismo ejemplo, quiera Dios que todos los que comparten el mismo bautismo lo sigan también.
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