Paraguay existe porque sus mujeres así lo decidieron. Si fuera por sus vecinos, hace mucho que esa patria hubiera desaparecido. No estamos ante una bella alegoría, sino ante una realidad tangible que tuvo su momento decisivo después de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870) contra Brasil, Argentina y Uruguay.
Al terminar el conflicto, los paraguayos habían perdido parte de su territorio y estaban al borde del colapso demográfico. De una población estimada en 500 mil habitantes, al final quedaba la mitad, de la cual sólo 80 mil eran varones. No pocos de ellos, empujados por el hambre, se engancharon en las plantaciones de mate como peones acasillados. Los políticos siguieron jugando a la guerra entre asonadas y golpes militares.
Paraguay no tenía futuro, pero sucedió un milagro. Las mujeres, como inteligencia colectiva, decidieron que ellas le darían un mañana a lo que llamaron su patria. Se transformaron en pequeñas empresarias, reactivaron los mercados locales y, a la par, reconstituyeron la Familia y el altar como núcleo de aquella sociedad. Tuvieron muchos hijos, formaron familias y restablecieron la fe religiosa que les congregaba en la esperanza así en los hogares, como en las parroquias y la calle. La patria dejó de tener un significado partidista, político, para llenarse de sentido cotidiano compartido con quienes se ama, en cada hijo, en cada prójimo.
No se trata de una linda anécdota, sino de un desmentido categórico a la cultura narcisista que hoy domina las élites políticas, judiciales e intelectuales de Occidente, incluidas no pocas latinoamericanas. Éstas consideran que la Familia y la religión estorban al progreso y la autodeterminación del individuo, lo que hace necesaria la intervención del Estado para salir al paso de tan nocivas influencias. La Familia debe ser redefinida, la educación de los hijos controlada por el Estado y las religiones arrinconadas en la vida privada hasta desaparecer. Si las paraguayas hubieran pensado así, el Paraguay no existiría.
Esto que afirmo no es una novedad. Grandes pensadores durante el Siglo XX lo vieron con claridad, sonadamente en la Escuela de Frankfürt y lo mejor de los teólogos católicos.
Según Horkheimer, las democracias occidentales han formado nuevos totalitarismos bajo formas sofisticadas de control ideológico, ejercidas a través de la opinión pública.
Fromm lo calificó de fascismo tecnocrático y de Lubac lo denunció en su obra El drama del humanismo ateo.
Para consolidar esta dominación, el Estado necesita controlar o destruir tres instituciones que sustentan la vida de la sociedad: La educación autónoma, la Familia y las iglesias. Así, una sociedad civil débil, pulverizada en individuos “autodeterminados”, desvinculados orgánicamente de sus lazos matrimoniales, familiares y comunitarios son presa fácil de la “opinión pública”, cera blanda en manos de lo que Chesterton llamó “el gran mercado” y “el gran Estado”, bajo dinámicas formalmente democráticas.
Hoy, cuando los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) se aplican en redefinir el matrimonio y con éste la Familia, cuando nuestros legisladores buscan desvincular a los hijos de la tutela paterna en asuntos tan delicados como la sexualidad (entre otras cosas), no están actuando como demócratas, ni liberales, ni progresistas, sino como arquitectos del fascismo tecnocrático, incluso sin darse cuenta.
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