Lázaro

Durante los últimos días no he dejado de pensar, señor, en una parábola de Jesús. Ya sé que mi confesión le parecerá extraña, pero, si debo ser sincero, y quiero serlo con usted, ya lo religioso es lo único que me preocupa. ¿Me creerá si le digo que he dejado incluso de leer los periódicos?

Pero, ¿qué me dice usted? ¿También siente inquietudes religiosas? Usted y yo somos, entonces, almas gemelas destinadas al mutuo entendimiento.

“Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes…”. ¿Le basta a usted esta pequeña introducción para que recuerde de qué parábola se trata? ¡Ah, es espléndida! Pero, sobre todo, es terrible. Es como una advertencia y, si la palabra no fuese demasiado dura, como una amenaza.

“Un pobre, en cambio, llamado Lázaro, yacía sentado a su puerta, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros, acercándose, le lamían sus llagas. Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; murió también el rico y fue sepultado.

“Estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos vio a lo lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno; y gritando, dijo: ‘Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas’. Contestó Abrahán: ‘Hijo, acuérdate de que tú recibiste bienes durante tu vida y Lázaro, en cambio, males; ahora, pues, aquí él es consolado y tú atormentado. Además de todo esto, entre vosotros y nosotros hay interpuesto un gran abismo que no puede ser atravesado ni hacia allá ni hacia acá’.

“El rico insistió: ‘Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos’. Replicó Abrahán: ‘Tienen a Moisés y a los Profetas. ¡Que los oigan!’. El dijo: ‘No, padre Abrahán; pero si alguno de entre los muertos va a ellos, sí que se convertirán’. Dijo Abrahán: ‘Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, no se convertirán ni aunque resucite un muerto’ ” (Lucas 16, 19-31).

Ésta es, letra por letra, señor, la parábola de la que le hablo. ¿Se da cuenta usted de todo lo que en ella sucede? En primer lugar, Jesús es sumamente realista: quien primero muere es el pobre. ¡Claro, como no tiene dinero para comprar medicinas ni pagar médicos…! Sin embargo, escuche: “Murió también el rico y fue sepultado”.

Sí, señor –y no crea que me limito a parafrasear el título de una vieja telenovela mexicana-, los ricos también mueren. Más tarde que los pobres, si usted quiere, pero mueren también. Su dinero no les ha servido de nada: no los ha protegido contra la muerte. Por eso, en otro lugar, dijo Jesús también: “Estad atentos y guardaos de toda codicia, pues, por más rico que uno sea, la vida no depende de los bienes” (Lucas 12, 15). ¡Y así es, amigo mío, así es! Ante la muerte, ¿de qué sirven nuestros millones?

Ahora bien, el rico de la parábola, como usted mismo puede comprobarlo, carece de nombre. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa, en la Biblia, carecer de nombre? ¿No valer nada ante Dios? ¿Ser paja en su granero? He aquí, pues, que este hombre que se vestía tan elegantemente y que vivía como un sibarita ha cometido un pecado grave: no ha asistido al pobre ni se ha ocupado de él, y por eso ante Dios pesa menos que una pluma. ¡Ah, si hubiese leído las Escrituras, si hubiese tenido tiempo para ello! Pues en las Escrituras habría podido leer estas severas palabras: “Quien cierra los oídos al clamor del necesitado, no será escuchado cuando grite” (Proverbios 21, 13).

Ahora el rico grita y no es escuchado. Ruega y suplica, pero Abrahán no le hace caso. Pide que vaya Lázaro a refrescarlo al infierno, pero ¿con qué resultado? ¡Petición denegada! ¡Nada de eso es posible! Lázaro ha recuperado su dignidad de hombre: ya no es un criado, sino un bienaventurado. Luego implora que, puesto que lo primero es imposible, vaya Lázaro a advertir a los cinco hermanos que le quedan en la tierra para que no vayan a parar, ellos también, en ese lugar de castigo. ¡Petición igualmente denegada!

¡Si este millonario se hubiera dado unos minutos para curiosear al menos en el libro santo, tal vez habría abierto el volumen a la altura del Salmo 41, donde se dice, también: “Feliz el que cuida del desvalido: el Señor lo librará en el día aciago” (v. 2). Pero este hombre, ya lo sabemos, no tenía tiempo de estudiar: a él sólo le interesaba banquetear.

Me pregunta si he llegado ya al punto que tanto me obsesiona. ¡En realidad, amigo, me obsesiona todo! Pero hay aún otra observación que querría destacar aquí y ahora. ¿Ha considerado usted, señor, las palabras con las que el rico inmisericorde implora misericordia? Dice: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro…”. Esto quiere decir que el rico conocía al pobre, que conocía a Lázaro. No es que fuera tan distraído que no se enterara de nada. ¡Es claro que conocía la existencia de Lázaro, pues lo llama por su nombre! Y, sin embargo… Sin embargo, señor, lo ignoró toda su vida. ¿No suele decirse que por la boca muere el pez? ¡Pues por su boca es también condenado el rico! En todo caso, no podrá alegar a su favor, diciendo: “Padre Abrahán, perdóname. Nunca supe lo que sucedía más allá de mi mesa”.

¿Se da cuenta, amigo, de lo que se trata y lo que me obsesiona? ¡Seremos juzgados no quién sabe por qué cosa, sino por no haber reparado en los demás! Si usted se fija bien, el rico, después de todo, no era un malvado y un perverso. ¿No es verdad que aun en el infierno se preocupa de sus cinco hermanos? Pero Jamás invitó a Lázaro a su mesa, y ahora este pecado de omisión le ha costado caro. Le ha costado, en realidad, demasiado caro…

 

 

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