Los cristianos son los Santos Inocentes del mundo de hoy

Cada año, el 28 de diciembre celebramos la fiesta litúrgica de “los Santos Inocentes”. En algunos países es usual gastar bromas ese día (las inocentadas); pero más allá de lo anecdótico, la efeméride recuerda un hecho dramático narrado en las Escrituras, consistente con los datos históricos extra-bíblicos que se tienen sobre Herodes y su proverbial crueldad: El asesinato de todos los niños menores de dos años que vivían en Belén y su comarca, por miedo a ser despojado de su trono.

Así comenzó una ininterrumpida y sangrienta tradición de derramar sangre por Jesucristo. La liturgia proclama que aquellos niños “confesaron a Jesús, no hablando, sino muriendo”.

Podría parecer un lejano recuerdo de tiempos crueles y primitivos; sin embargo, la costumbre de “derramar sangre por fidelidad a Jesús y al Evangelio” es más actual que nunca. En efecto, los números no mienten, y concluimos el 2016 con la impresionante cifra de 90 mil personas asesinadas por odio a la fe, por odio a Jesucristo. Este aterrador dato, puede sin embargo parecer esperanzador, pues en el 2014 fueron 105 mil los ajusticiados. La mayoría han derramado su sangre en África, lo que explica que no sean noticia. Al resto del mundo le suele tener bastante sin cuidado lo que allí sucede.

Los cristianos no somos el único grupo religioso amenazado en el planeta, pero sí somos el más perseguido, a pesar del pertinaz silencio mediático que con frecuencia acalla, cuando no encubre, tales atrocidades. Sin embargo, los hechos están allí, y la fe también está allí, resurgiendo, cual Ave Fénix, de sus cenizas. Lo prueban las estremecedoras imágenes de la misa de Navidad en medio de la destruida catedral de Alepo, a la que asistieron juntamente cristianos maronitas y algunos musulmanes que se solidarizaron con ellos.

“La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”, sentenció Tertuliano, y resulta evidente que, si no es semilla, por lo menos es fragua de auténticos cristianos, de cristianos de verdad, hasta las últimas consecuencias.

¡Cuánto debemos aprender los tibios católicos de Occidente de nuestros sufrientes hermanos de Oriente Medio y África! Cuando nosotros buscamos reducir al mínimo las exigencias de la fe, hasta el punto de que apenas se noten en la vida cotidiana, ellos, en cambio, pierden con frecuencia la vida, cuando no la salud y la hacienda por defender su fe.

Ante ese ininterrumpido río sangriento, que comenzando con los Santos Inocentes continúa corriendo, caudaloso, en la actualidad, se imponen una serie de reflexiones: ¿De dónde brota esa fuerza que lleva a multitudes enteras a preferir sus creencias a la vida? ¿Por qué empecinarse en arrancar la fe? ¿Por qué preferir la fidelidad a las propias creencias, al Evangelio, y en definitiva a Jesucristo, a la vida?

Quizá sea éste uno de los argumentos más fuertes a favor de la verdad del Evangelio. Es difícil, en efecto, perder la vida injustamente por una simple idea; y el hecho de que tantas personas a lo largo de los siglos y de la geografía de la Tierra lo hayan hecho y lo estén haciendo (este año cada seis minutos moría un cristiano por odio a la fe), hace pensar que el Cristianismo es más que una idea, que es verdad, y que hay una continua oposición al mismo, la cual, en lugar de apagar el fuego de la fe, lo atiza.

Ante tanto dolor y tanto sacrificio es preciso preguntarse por la consistencia de la propia fe. Responder a esa pregunta exige colocarse en una perspectiva superior. Humanamente no se entiende este fenómeno, es preciso tomar una perspectiva sobrenatural. Sólo con ojos de fe se comprende el supremo sacrificio por la fe, el testimonio hasta la sangre de multitudes inocentes que unen su sangre a la de Cristo en la Cruz. Sólo mirando a Jesús en la Cruz, modelo de los cristianos, el intelecto se aquieta un poco ante tan dolorosa incertidumbre.

Desde esa óptica sobrenatural se comprende que esas personas, en medio de su flaqueza, dieran un testimonio fuerte de fe. Han ganado un gran premio –la vida eterna–, han seguido el ejemplo de su Maestro, y nos han dejado a los demás el testimonio del tesoro tan grande que tenemos entre manos, y que debemos compartir con nuestros coetáneos: poseemos un don que da sentido a nuestras vidas, al dolor, al sufrimiento e incluso a la muerte; es urgente transmitirlo a una sociedad que poco a poco pierde el sentido de la vida, abandonándose al abúlico hastío del consumismo.

 

 

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