Creo que fue desde tiempos de la Revolución Mexicana que los ciudadanos de este país –o una buena parte de ellos– habían venido viviendo obsesionados por la idea, impuesta por los sucesores de la Revolución, de que Estado e Iglesia son realidades esencialmente distintas y hasta antagónicas. Mientras que en otras naciones es cosa común –por tratarse de un derecho humano universal– y hasta edificante, ver a los gobernantes asistiendo al templo y participando en las ceremonias propias de la fe que cada uno de ellos profesa, en México causaba miradas sesgadas y sospechas ver a un gobernante electo entrando a un templo, o haciendo referencia en público a sus creencias.
Pero si bien las cosas han cambiado mucho en las décadas más recientes, no parece que la ciudadanía en general, y mucho menos los partidos políticos y los medios, sean ya del todo tolerantes al descubrir a un político de buen nivel participando activamente en ceremonias religiosas o explicando alguna decisión de su gobierno a partir de su fe religiosa. Se considera que la mención de asuntos doctrinales o morales en labios de un jefe del Ejecutivo Federal equivale a violar el laicismo demandado en la Constitución. Los gobernantes deben navegar con bandera de ateos, agnósticos, librepensadores o indiferentes durante el desempeño de sus funciones.
Repito, las cosas han mejorado y ya no causa tanta rispidez política el encuentro de políticos con el clero. Pero todavía se verá afectado en las encuestas aquel político que se atreva a cimentar una decisión suya con un argumento que huela a religión. Eso, o algo parecido (aunque sin verse afectado, extrañamente, en las encuestas de popularidad), le pasó recientemente a López Obrador cuando citó el Evangelio y al papa Francisco en un video promocional. La oposición se basó en la laicidad del Estado para pedir exitosamente la desautorización del video en cuestión. Los morenistas, a pesar de su ADN ateo, defendieron con dientes y uñas el apalancamiento religioso del video de su jefe. Otros ciudadanos, más que violación al laicismo constitucional detectaron impropiedad y oportunismo por parte del presidente López en la inclusión que hizo de argumentos religiosos. A estos últimos, un funcionario del gobierno federal respondió diciendo que el Evangelio no es monopolio de la Iglesia, y que cualquier persona puede hacer uso de él.
Es muy cierto lo que afirma ese funcionario federal: el evangelio no es monopolio de nadie. Y yo, personalmente, no me opongo a que sea citado en discursos políticos… pero solamente si se cumplen dos condiciones. La primera es que el mensaje evangélico no sea interpretado a contentillo del que lo cita, para fines electorales o de promoción partidista de algún tipo.
La interpretación de la Sagrada Escritura no puede estar sujeta al arbitrio de cada persona. San Pedro, en su segunda carta (1,20), deja muy en claro: “Pero, ante todo, tened presente que ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia”. San Pablo, por su parte, en su carta a los Gálatas (1,9-12), es bastante más tajante: “Como lo tenemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema! … Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo”. La única interpretación confiable es la del Magisterio de la Iglesia Católica.
De no apegarse uno a esta interpretación se corre el grave peligro, como ya ha quedado claro en algunas de las ocasiones en que el fundador de Morena se ha querido apoyar en el Evangelio, de hacer de Jesucristo un personaje al servicio de su agenda. Un ejemplo de ello es cuando afirmó, en la Cartilla Moral, que Jesús había sido crucificado por defender a los pobres. En ninguna parte del Sagrada Escritura se hace tal afirmación. El Señor fue crucificado por afirmar ser Dios.
Para el actual jefe del Ejecutivo, Jesús de Nazareth fue el fundador de un partido político o de una ONG, interpretación acerca de la cual el mismo papa Francisco, repetidamente citado por el presidente, advirtió el peligro desde sus primeros discursos como Sumo Pontífice. El Evangelio no fue escrito para movernos a ayudar a los pobres, sino para convertirnos a Cristo y, de ese modo, alcanzar la salvación eterna. La ayuda a los pobres exigida de los cristianos cobra la relevancia que la Iglesia siempre le ha dado no como el objeto de la difusión del Evangelio, sino como señal de que esa difusión ha sido exitosa. El mostrar un amor preferencial a los pobres es una de las primeras señales de que alguien ha creído en Cristo y se ha convertido a Él.
La segunda condición es que el empleo de un mensaje evangélico o de una enseñanza papal esté realmente encaminada a motivar la movilización de la ciudadanía hacia el verdadero bien común. Citar a Cristo o al papa Francisco para “justificar” la letal carencia de medicinas y de apoyos para el personal de salud, para “explicar” la negación a apoyar a las empresas que sufren bajo los efectos económicos de la pandemia, para destruir fuentes de trabajo y de promoción del país en el extranjero, para dividir a la nación y provocar conflictos entre los ciudadanos, para entretener al pueblo con pan, circo y rifas de aviones, consultas chafa, etcétera, no cabe en ningún proyecto de bien común.
López Obrador o no conoce –por ignorancia o por falta de voluntad de informarse– de la verdadera finalidad del Evangelio, o es un mentiroso. Lo cual, en realidad, no es novedad para los mexicanos.
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