Quiere este brevísimo texto intentar comprender un poco cuál es el papel que los muertos juegan en nuestra vida. Dilucidar en qué manera la vida de los muertos se prolonga más allá de su muerte a través de nuestra vida. No es un cometido ocioso, se trata de la más pura realidad, tanto en nuestra cultura mexicana, pero no sólo en ella, como en la liturgia de la Iglesia, o más ampliamente, en la oración de la Iglesia.
Tanto en la cultura como en la oración están presentes los muertos. Su vida de alguna forma se continúa en forma diversa; su presencia, siendo real, tiene un modo diferente. En la cultura mexicana abundan las tradiciones empapadas de esta conciencia: la comunión entre personas no se pierde por la circunstancia de la muerte. Muchas veces se acentúa esa comunión, si bien póstumamente.
El velorio es, frecuentemente, ocasión para recordar las cosas buenas del difunto, agradecerle quizá un poco tarde, todo lo que ha hecho por uno, por la familia o por determinada institución. El trance de la muerte es también ocasión de conceder el perdón, invitar a la reconciliación y olvidar los agravios. Digamos que allí nos damos cuenta de lo esencial, teniendo la sabiduría y la prudencia precisas para hacer a un lado lo accesorio.
Esta conciencia se ha materializado de mil formas plásticas a través del folklore nacional, causando admiración, cuando no perplejidad, entre los no iniciados, los extranjeros. Las calaveras de azúcar con el nombre de la persona querida, las calaveritas con sus ingeniosos versos que resaltan los avatares del retratado, el altar de muertos profusamente decorado, salpicado de fotos, recuerdos y detalles entrañables, amén de la comida que agradaba al difunto, la flor de cempasúchil y el indispensable “pan de muerto”. Por no mencionar a quienes llevan mariachis al cementerio, hacen allí su día de campo, o de plano pasan una amable y tétrica velada en compañía de los difuntos que allí descansan.
Todo ello produce la conciencia de que en esta vida no se acaba todo, que existe “un segundo tiempo”, a la postre el definitivo, manteniendo en cierta forma contacto, más allá de lo afectivo o lo simbólico, con los difuntos.
La Iglesia por su parte siempre los ha tenido presentes. Desde el inicio de su andar ha tenido viva conciencia del deber de orar por los difuntos. No es algo que se haya “sacado de la manga”; en efecto, en la Sagrada Escritura queda establecido el deber de rezar por los muertos (2 Macabeos 12, 40-46). Sin embargo, todo el pueblo cristiano desde siempre y en todo lugar, ha tenido claro su obligación de orar por los difuntos y ha sido generoso al cumplir este deber.
Los impresionantes monumentos funerarios y mausoleos del cristianismo dejan plasmada en piedra esta verdad. Las catacumbas son un ejemplo elocuente de ello, particularmente, entre otros elementos, como la decoración y las pinturas, por la disposición de las tumbas: todos se arremolinaban en torno a los mártires, pues se veía en ellos a aquellos que se habían identificado plenamente con Cristo, hasta el punto de derramar como Él su sangre por la confesión de la fe y la esperanza de la vida eterna.
La conciencia de la comunión con los muertos no queda sólo como un monumento del pasado; por el contrario, constituye la realidad más cotidiana en la vida eclesial.
En efecto, cada vez que se celebra la eucaristía se hace memoria de los difuntos, se los trae a colación, se les tiene presentes y se pide particularmente por ellos. Los frutos de la santa misa suelen ofrecerse por su eterno descanso, y en las oraciones de la misa se pide expresamente por ellos, existe una conciencia de que en Dios y particularmente en la eucaristía entramos en comunión con ellos. Como dice Jesús en el Evangelio, Dios es un Dios de vivos, no de muertos (Mateo 22, 32); para Él todos estamos vivos, si bien de modo diferente.
Además, la Iglesia los recuerda de un modo particular durante el mes de noviembre. Precisamente, para fortalecer esos lazos con quienes nos han precedido, dedica un mes a recordarlos, y premia con indulgencia plenaria (la remisión de toda la culpa y la pena de los difuntos, para abrirles así las puertas del Cielo) el acudir a los cementerios y columbarios los primeros ocho días de noviembre para rezar por ellos. No descuidemos este deber y esta oferta de póstuma caridad.
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