Nancy Pelosi es la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos. El estado que ella representa es California. Y su distrito está comprendido dentro de la arquidiócesis de San Francisco, cuyo arzobispo es Monseñor Salvatore Cordileone. Ella es católica, pero como representante de su estado en el Congreso se ha convertido en una de las más ardorosas proponentes de la legalización del aborto, afirmando que se trata de un derecho de las mujeres. Hay, como es evidente, una clarísima contradicción entre lo que la señora Pelosi defiende como política y lo que enseña la fe que ella dice profesar. Siguiendo la enseñanza moral de la Iglesia y las directivas que esta última ha publicado respecto a los políticos católicos que defienden el aborto, el arzobispo Cordileone, luego de intentar infructuosamente convencer a la señora Pelosi de que se retractara de su postura pro aborto, le envió una carta donde le advierte que en adelante no se debe presentar a recibir la comunión durante la Misa. Por lo menos en tanto no se desdiga públicamente de su postura. Como era de esperarse, inmediatamente se escucharon voces que felicitaban al Arzobispo por su valentía al defender públicamente la santidad de la Eucaristía. Pero también se han oído muchas voces que critican al prelado, tachándolo de carente de sentimientos de humanidad hacia la legisladora y hacia las mujeres que desean detener sus embarazos.
La representante Pelosi, lamentablemente, no es la única funcionaria pública católica de su país, ni del mundo, que defiende y promueve el aborto. Esa contradicción parece ser una enfermedad contagiosa entre los políticos católicos. El más claro ejemplo es el mismísimo Presidente Joe Biden. La razón que los mueve -según lo explican ellos mismos- es que si bien como católicos reconocen la maldad intrínseca del aborto, y están de acuerdo en la postura moral católica en ese sentido, creen que como políticos no pueden forzar a sus conciudadanos a aceptar y obedecer una normativa procedente de la religión que ellos profesan. Tal postura en un político católico, constituye no sólo un desencuentro lamentable entre su fe y la forma como ejerce su profesión, sino que incluso desde el simple sentido común es un atentado contra su razón de ser como político.
En primer lugar, no se trata de imponer una norma moral católica a toda la ciudadanía. Incluso si la Iglesia no dijese palabra alguna al respecto, la biología y la filosofía han dejado en claro la inmoralidad del aborto. Esto es universalmente válido para todos los ciudadanos, para todos los hombres del mundo, sin distinción de creencias religiosas. Entonces, no se pueden acoger los políticos católicos a la nimia excusa de que no les corresponde imponer su fe sobre los demás. Los legisladores y demás funcionarios públicos legislan, o deben legislar, partiendo de la naturaleza humana, igual para hombres y mujeres de todos los continentes.
Por otra parte, veamos: cuando los políticos de algún partido se esfuerzan en crear alguna ley, que obligará – de ser aprobada- por igual a los ciudadanos de todos los partidos políticos y todas las formas de pensar, lo hacen porque están persuadidos de que es lo mejor para el bien común. Y tal persuasión, lógicamente, nace de su forma particular de ver el mundo, de sus idearios y principios morales y políticos. Los republicanos quieren leyes donde se apliquen los modelos republicanos de gobierno, y los demócratas quieren imponer modelos demócratas. Ninguno de ellos se abstiene de defender y proponer leyes por miedo a molestar a los ciudadanos de diferentes pensamientos políticos. Esa es su función como legisladores: tratar de hacer que todos los ciudadanos vivan de acuerdo a los principios que ellos defienden. Un político católico está ahí para tratar de hacer que el mundo se mueva con principios cristianos, porque piensa que es lo mejor. Si su postura, concretizada en una iniciativa de ley, supera a las demás al ser votada, sus principios obligarán a todos sus conciudadanos por igual, del mismo modo como él deberá respetar las leyes que sean aprobadas aunque hayan sido propuestas por sus adversarios. Esa es la democracia. Obviamente, de aprobarse alguna ley en favor del aborto, ningún católico, ni nadie más, debería sentirse obligado a obedecerla, pues una ley intrínsecamente mala no es verdadera ley.
Biden y los demás políticos católicos pro aborto deberían escoger excusas distintas, menos infantiles, al tratar de justificar su desencuentro con la moral católica.
Te puede interesar: ¿Evangelio e internet? Recordar el Evangelio
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen de manera alguna la posición oficial de voxfides.com