No son palabras textuales, pues con el fragor de las clases las he olvidado, pero la idea sí que es precisa. Hace unos días, en clase, una alumna me preguntó, ¿cómo saber si la oración es eficaz?, ¿cómo se mide eso?, ¿cuáles son los requisitos para que sea oída? Buscaba tener una certeza y un control verificable sobre la oración. Su cuestionamiento me dejó pensando, pues late en el fondo de muchos jóvenes, acostumbrados a solucionar sus problemas con un “click”, a la rapidez vertiginosa de internet. En consecuencia, batallan mucho para comprender el ritmo de Dios, y por lo tanto, de la oración.
¿Cómo explicarle a una persona, acostumbrada a resolver sus problemas o a salir de dudas con un click, que con Dios nos es así?, ¿cómo explicarle que no es “el genio de la lámpara” y que, al mismo tiempo, vale la pena acudir a Él? Por el tono de la pregunta –también importante- daba a entender cómo en realidad, para ella no sumaba dedicar el tiempo a la oración, siendo más oportuno emplearlo en otras actividades más rentables, seguras y eficaces.
El desafío de presentar el valor de la oración a una generación que valora lo inmediato y lo tangible por encima de todo, no es sencillo. No es que no tengamos respuestas; las tenemos, la cuestión es que no satisfacen las demandas de los más jóvenes, pues para ellos lo que no sea inmediato, lo que no pueda verificar y disfrutar aquí y ahora, no cuenta.
¿Cómo hacer para que efectivamente, al hacer oración, las cosas sucedan como queremos? Pareciera que es una cuestión de técnicas, de procedimientos. Es lo que la gente quiere escuchar: el secreto rápido y eficaz para que de forma infalible tu oración sea escuchada y consigas lo que quieres. Lo dramático es que la oración no funciona así, y por eso es descalificada con rapidez por muchas personas, perdiéndose así una inmensa riqueza espiritual, dando lugar a un clima de aridez en los corazones, de vacío espiritual, que resulta muy doloroso constatar.
La oración siempre es escuchada, pero con frecuencia olvidamos lo que suelo llamar, “las letras pequeñas del contrato”. En el Padrenuestro, en efecto, decimos: “hágase Tú voluntad, así en la Tierra como en el Cielo”; no “hágase mí voluntad así en la Tierra como en el Cielo”. Y el cambio del “Tú” por el “mí” resulta trascendental. A la oración, en definitiva, vamos a identificarnos con la voluntad de Dios, a ser capaces de realizar esa voluntad de Dios en nuestras vidas. De esa forma, vamos teniendo un gran crecimiento interior, vamos desarrollando una espiritualidad, pero no de forma instantánea, sino como un efecto cumulativo. A más oración, más sintonía con Dios, mayor sentido le encontramos a lo que nos sucede, de forma que podemos encuadrarlo en un mapa cargado de significado. Por eso, a mayor oración, más felicidad, porque entendemos los acontecimientos de nuestra vida, como peldaños que nos van llevando, cada vez en forma más decidida, a la unión con Dios, meta de nuestro diálogo con Él.
Pero para eso, necesitamos la humildad del que se acopla a los tiempos de Dios, para quien “mil años son como un día y un día como mil años.” Es decir, tenemos que habituarnos a ver las cosas con visión de eternidad, fuera del tiempo, como las ve Dios. Así nos enseña a –en expresión de Francisco- “transitar la paciencia”. Y como diría san Pablo, “la paciencia es fruto de la virtud probada”. Ese sano esperar, ese no tener la inmediatez del click, es muchas veces lo mejor para nuestra alma, y por ello Dios permite que así sean los tiempos de la oración.
Ahora bien, ¿cómo explicar esto a un centennial acostumbrado a la inmediatez?, ¿cómo hacer para que no le suene a excusa, o a que considere irreal e impráctica la oración? No me quedó otro camino que pedírselo al Señor en mi oración personal: “Señor, dame buenas explicaderas, dale buenas entendederas” (san Josemaría), aunque no puedo caer en el error de decirle: “pero ¡dámelas ya!”; tengo que contentarme con dejar la semilla sembrada en esa alma, y confiar en Dios, de forma que en el tiempo oportuno de fruto. La eternidad de Dios y la inmediatez de nuestro mundo dan lugar a dos lenguajes inconmensurables; en medio nos encontramos nosotros, intentando tender puentes imposibles. Pero la clave del dilema, aunque no lo parezca, es siempre la oración.
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