Ante hechos lamentables, como la legalización del aborto en México o la implantación de un régimen comunista en el Perú o, más cercanamente, ante la aparente ineficacia de las oraciones para pedir por enfermos, de COVID-19 o de otra enfermedad, se deja sentir con fuerza perturbadora la tentación de la desesperanza. Más de una persona me ha planteado, dolorida, si Dios nos había abandonado, si escucha nuestras oraciones, si de algo nos sirve rezar o, en los casos más extremos, si hay Dios y no será que en realidad todo es fruto del ciego azar.
Centrándome ahora en el tema del aborto, al cual muchísima gente se opuso y participó cívicamente para frenar su legalización, aunque pudiéndose extender para todos los demás rubros desesperanzadores, van estas líneas, con la esperanza de que, sin perder el realismo en su cruda verdad, arrojen una luz tenue pero consistente de esperanza. Son estas líneas, o pretenden serlo, el esbozo de una “teología de la esperanza”.
¿Ante qué nos encontramos? Ante la sospecha de la banalidad de los esfuerzos y las luchas humanas por defender la dignidad de la vida humana, de toda vida humana desde el momento de la concepción. De pronto nos sentimos ingenuos peones en un tablero en el que nuestras convicciones cívicas, ciudadanas, cuentan poco o nada, y donde todo lo deciden oscuros y omnipresentes poderes que manejan la sociedad como a marionetas. Es la frustración de la impotencia frente a la prepotencia del poder económico o mediático, que vuelve ridícula e insignificante nuestra participación ciudadana, por más sacrificada y convencida que sea.
Ante situaciones así, ¡cómo echamos de menos figuras como las de san Juan Pablo II!, que con fuerza y convicción puedan gritar a los cuatro vientos: “¡no tengan miedo!” No tenemos ahora a un san Juan Pablo II, pero siguen siendo válidas sus palabras, así como eficaz la oración, pues como dice la Escritura Santa “no se ha empequeñecido la mano del Señor” (Isaías 59,1). Lo cierto es que los parámetros del Señor no son los nuestros; “sus caminos no son nuestros caminos” parafraseando al profeta Isaías (cfr. Isaías 55,8). Para Dios “mil años son como un día y un día como mil años” (2 Pedro 3, 8). Nos invita, en consecuencia, a seguir trabajando, con fe que “es la seguridad de las cosas que no se ven” (Hebreos 11,1), con esperanza, con visión de eternidad, que es la visión de Dios, de forma que poco a poco, a pesar de los constantes descalabros –pareciera que el catolicismo social está en permanente retirada-, nos volvamos “inasequibles al desaliento”, en expresión de san Josemaría.
Es lógico que hechos como estos nos duelan. Los miles de niños que no alcanzarán a ver la luz, quizá millones, gritan clamando justicia. La justicia que nosotros, por ahora, somos incapaces de garantizar y que, en expresión del Papa Emérito, “sólo Dios puede crear”. Nos pueden doler, nos pueden pesar, pero no nos debieran sorprender. Un atento examen de la Sagrada Escritura nos muestra que esto ya estaba previsto. Basta mirar la Segunda Epístola a los Tesalonicenses o el Apocalipsis para caer en la cuenta de que no nos estamos saliendo del guion, y de que continuamos siendo protagonistas.
Es duro, pero está revelado: “Primero tiene que venir la apostasía, y manifestarse el Hombre impío, el hijo de la perdición… el misterio de la impiedad ya está actuando” (2 Tesalonicenses 2, 3-7). Primero viene el desbordarse de la iniquidad –creo que eso es lo que estamos viviendo ahora-. Ahora bien, qué es lo que nos toca a nosotros: “mantenernos firmes”, o como dice el Apocalipsis: “Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos” (Ap. 13, 10). Por eso, no debemos desertar del mundo, al que amamos. Debemos comprender que en esta palestra Dios nos forja, nos hace crecer, desarrolla nuestra paciencia, mientras sucede lo que ya estaba profetizado en el Apocalipsis (22, 11): “Que el injusto siga cometiendo injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose”. Ahí entramos nosotros, siendo justos, santificándonos, y esperando una salvación que no será obra de nuestras manos, sino de las de Dios. Por eso podemos seguir teniendo esperanza.
¿Qué hacer entonces? Seguir trabajando, con la esperanza puesta en Dios y una sonrisa en los labios, amparados en las frases de la Escritura: “mis elegidos no trabajaran en vano” (Isaías 65, 22-23) y “conscientes de que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (1 Corintios 15,58), sabiendo que a través de muchas derrotas al final la victoria es de Dios. ¿Y, ante el desaliento presente por las batallas perdidas? Quizá sirva recordar entonces las bellas palabras de Nican Mopohua: “¿no estoy yo aquí, que soy tu Madre, no estás por ventura en mi regazo y entre mis brazos?, ¿qué más necesitas?
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