El 13 de octubre se cumplen 100 años del famoso “Milagro del Sol”, la señal ofrecida por la Santísima Virgen de la veracidad de sus apariciones en Fátima. A un siglo de distancia todavía genera polémica en quienes consideran, por principio, que no puede haber nada sobrenatural.
Hay que decirlo. Los milagros son para reafirmar la fe. Si no nos sirven para eso, pierden, por decirlo así, su razón de ser. No creemos en los milagros, creemos en Dios, y una prueba de la verdad de nuestra creencia es el milagro. Muy pocas veces es precisamente el milagro el objeto de la fe, como es el caso de la concepción virginal de María o la resurrección de Jesús. En esos casos, “no hay para donde hacerse”, o uno cree en el milagro o se excluye de la fe. En los demás, por ejemplo el “milagro del sol”, no hace falta creer, al contrario, si Dios lo permite es para asegurar nuestra fe, como en su momento ocurrió con el milagro de las bodas de Caná.
Hecho este preámbulo, puede asentarse que el “milagro del Sol”, y junto con él otros milagros acaecidos durante el siglo XX, ponen en aprietos a quienes aún mantienen el prejuicio ilustrado de que nada puede escapar a la malla causal de lo natural. El milagro sencillamente nos dice: lo natural es real, pero no todo lo real es natural. Existe una parte de la realidad que podemos llamar sobrenatural, y que de vez en cuando se asoma y nos dice: “¡hey!, estoy aquí, no te vayas a creer que la realidad es solo lo que puedes ver, palpar y sentir”.
Los milagros del siglo XX entran, por ejemplo, en la época en la que ya está en vigor la precisión historiográfica, la acribia documental, la cámara fotográfica, y en algunos casos, el vídeo. El milagro del sol no es, en consecuencia, el único claramente documentado. Los estigmas del Padre Pío, por ejemplo, también lo están y existen muestras filmadas o fotográficas, muy anteriores, por cierto, al momento en el cual se podría hacer photoshop. Los testimonios periodísticos de quienes cubrieron el evento, presagiado con la suficiente anterioridad, el hecho de que fueran testigos quienes no acudieron a verlo, pero se encontraban cerca del lugar, la evidencia de que después de horas de lluvia al concluir el fenómeno la tierra estaba completamente seca, descartan cualquier género de alucinación colectiva.
Ahora bien, lo importante del “milagro del sol” no es que creamos que “el sol bailó”, sino en la autenticidad del mensaje de Fátima. Y creer en ese mensaje no significa solo aceptar que la Virgen, es decir, la Madre de Dios, se apareció a unos pastorcillos, sino que escuchamos su contenido y lo acogemos en nuestras vidas. De hecho, en realidad, el sol no se movió más allá del movimiento que habitualmente tiene. Si realmente el sol hubiera bailado, lo habrían detectado los observatorios esparcidos por el orbe y, lo más seguro, es que hubiera desaparecido la especie humana de la faz de la Tierra, y probablemente toda forma de vida. Pero fue verdad que eso es lo que vio mucha gente, incluso los no presentes pero cercanos, quedando la tierra seca como testimonio de que no era una alucinación. Ahora bien, lo importante de toda esta danza cósmica es la conversión pedida por la Virgen, materializada en el rezo del Rosario y las obras de penitencia implorando el perdón de los pecados.
Un buen ejemplo de que a 100 años de distancia, por lo menos algunos –y no son los únicos, gracias a Dios- han acogido el mensaje, es el caso de Polonia y su campaña para cubrir toda la frontera del país, tradicionalmente considerado bajo la protección de la Virgen, con el rezo del rosario. Un millón de polacos planean apostarse en las fronteras de su país el sábado 7 de octubre para rezar el rosario pidiendo la protección de la Virgen. La fecha no es casual, por el contrario, resulta providencial: el 7 de octubre es día de la Virgen del Rosario; el sábado, día consagrado a la Virgen y primer sábado del mes, una devoción pedida directamente por María a sor Lucía, una de las videntes de Fátima. Esperemos que a un siglo de distancia recuperemos la confianza en la poderosa intercesión de la Virgen y no nos acostumbremos al pecado, causa de la división con Dios y entre nosotros, sino que nos avoquemos, cotidianamente, a un camino de conversión.
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