No lo reconocían, y no lo reconocían, pero era Él. Esto es lo que nos narra el Evangelio. Su propia gente cercanísima, que no pareció creer eso de que resucitaría, no reconocía a Jesús resucitado, aunque lo tuvieran enfrente, igual que unos días antes. Pero Él se hizo reconocer.
María Magdalena no lo reconoció, lo confundió con el hortelano, hasta que Él le dijo ¡María! Y lo reconoció. Los discípulos camino a Emaús tampoco lo reconocían, hasta que bendijo y partió el pan. Los discípulos bien encerrados por miedo a los judíos, tampoco lo reconocían, hasta que tuvo que decirles que era Él, que lo tocaran, que vieran sus manos y sus pies, que no era un fantasma, y todavía comió pescado frente a ellos.
Por su parte, el antes ausente apóstol Tomás, en cuanto lo tuvo enfrente, lo reconoció y le dijo “Señor mío y Dios mío”, tras no haberles creído a sus compañeros, que lo habían tenido con ellos unos días antes. Pero aun así, tuvo cierta reprimenda de Jesús, quien le dijo que eran “bienaventurados los que sin haber visto, han creído”. Creamos nosotros sin haberlo visto presente.
A Saulo, cuando lo hizo caer de su caballo, le respondió a su pregunta de “Señor, ¿quién eres?”, diciéndole: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. De allí en adelante Saulo, ahora Pablo, lo reconoció y sería su gran apóstol hasta la muerte.
Pero vengamos a nuestra realidad. A quienes son creyentes en Cristo, y aunque les cueste algún trabajo reconocer a veces este misterio, saben que en las especies consagradas, allí está Él, en cuerpo, sangre, alma y divinidad. Qué bien, lo reconocemos en el Santísimo. La fe nos lo dice, pero algo más falta.
¿Qué más hay de reconocerlo, a Él, al Cristo resucitado? Algo que espera de nosotros, y que la enseñanza de la Iglesia nos lo recuerda constantemente: mirar a Jesús en nuestros hermanos en alguna necesidad. En ellos ¡está Él!
Veamos el asunto desde el punto de vista humano. Cuántas veces se escuchan frases como éstas, de pedir por otros a nuestro nombre. Por ejemplo: “mira, te va a ir a buscar, necesita ayuda, apoyo, dáselo, y hazle ese favor como si me lo hicieras a mí”. O “habla con él, con toda confianza, como si hablaras conmigo mismo”. “Te lo voy a agradecer”. Cada vez que pedimos ayuda, apoyo, favores para otro a quien amamos, como si fuera para nosotros, lo vemos como para una especie de alter-ego, “otro yo”. Y esto siempre nos parece normal.
Pues bien, Jesús nos pidió que ayudáramos a nuestros hermanos en Él en sus necesidades, que viéramos en la cara del necesitado la cara del Cristo resucitado, Su cara. También esto nos es recordado con frecuencia. Ver a Jesús en nuestro prójimo. Hagamos caso, pues.
Y sobre esto no deja Jesús ninguna duda, pues nos ha adelantado que en el gran juicio, llevará con Él a los “benditos de Mi Padre”, los que han dado de comer, de beber, de vestir, de alojar, de visitar y más a quienes lo necesitaban, y que cuando los justos le pregunten que cuándo lo hicieron, Él responderá que cuando lo hicieron con alguno de nuestros hermanos. Ni un vaso de agua quedará sin recompensa, nos dijo.
No hay duda alguna, Cristo quiere, ¡nos ordena! que lo veamos, que lo reconozcamos a Él en los hermanos en necesidad. Algo más nos enseñó, y es que quien lo conoce a Él conoce al Padre. ¿Qué más necesitamos para reconocerlo?
Hay algo más todavía. Cuando somos amados, cuando tenemos lo necesario, cuando somos consolados, cuando de pronto las cosas de la vida se acomodan a nuestras necesidades, reconozcamos que tras esos eventos hay alguien que lo hizo; reconozcamos a Jesús como el dador de los favores recibidos.
Así que hagamos como Él nos dice; reconozcámoslo siempre en nuestros hermanos, ayudémoslos tal como si fuera Él mismo. El Cielo, la Resurrección, esperan a quienes lo reconocen y actúan en consecuencia. Veamos Su persona resucitada en los hombres, que bien nos dijo que quienes lo reconocen, Él los reconocerá ante el Padre, y que seamos dignos, por ese reconocimiento nuestro de Él, de recibir la invitación como benditos de Su Padre, a compartir la gloria eterna.
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