Hace pocos días, junto con unas queridas pedagogas con las que estamos diseñando un Modelo subsidiario de Educación para comunidades marginadas, comentábamos la impresión de una amiga suya que, tras estudiar una Maestría en Inglaterra, volvía con la certeza de que la solución del mundo no estará en la educación, ni en el desarrollo económico, ni en un sistema judicial más eficaz. Todo ello le parecía absurdo en ausencia de algo más. Para ella, el mundo está perdido sin la compasión. Sólo la compasión –decía aquella Pedagoga– puede hacer un cambio en el mundo.
Compasión y misericordia van de la mano. La compasión es el amor de Dios por el hombre, la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia; la misericordia es la virtud que mueve a compadecerse de los trabajos y miserias ajenas, es decir, el misericordioso es el que por virtud es compasivo, lo es de modo ordenado y estable.
Ayer, el Papa nos convocaba oficialmente al Jubileo de la Misericordia. Un año en el que nos llama a apasionarnos por la Misericordia. A hacernos conscientes de que es ella la que mejor define el cristianismo y a procurar encarnarla en nuestras vidas. Dentro del hermoso documento con el que el Papa nos llama a este gran año creo que resaltan dos temas fundamentales:
1. La Misericordia que Dios tiene con nosotros. Es el punto de partida. Antes de ser misericordiosos los cristianos somos conscientes de la infinita misericordia que Dios tiene con nosotros y es esa la clave de nuestra conversión, de nuestra paz interior, de nuestra felicidad. Tenemos un Dios que nos ama tanto que nos ha dado a su propio hijo, porque tuvo misericordia de nosotros. Tenemos un Cristo que ha dado su vida por nosotros, porque nos miro con misericordia y quiere misericordia, no sacrificios. Porque nos dejó al Santo Espíritu que es fuente de todo consuelo y fortaleza del alma. Una Misericordia Divina que se manifiesta en grado sublime al perdonar nuestros pecados. De ahí que todo el Jubileo de la Misericordia tenga un acento marcado en el ejercicio de tan sublime sacramento de la Confesión: Cuanto amor, cuanta misericordia nos regala Dios en cada Confesión que, como el padre del hijo pródigo, está anhelante, esperando el momento de nuestro retorno para, lejos de recriminarnos, abrazarnos con amor misericordioso.
2. La misericordia con la que hemos de vivir. Es nuestra convicción como cristianos. Si bien es el Amor de Dios nuestro único motor, es el reflejo de ese amor en nuestras vidas nuestra lucha cotidiana: “sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”. Estamos llamados a ser luz y sal de la tierra, a ser la misericordia para este mundo. De ahí que nuestro testimonio como cristianos tenga que comprometerse seriamente por ser ese amor que el mundo tanto necesita. De ahí que nuestro compromiso por un mundo mejor no acepte retrasos o excusas. Como creyentes, la misericordia del padre nos interpela a ser misericordiosos, a perdonar porque nos perdonan, a amar como quisiéramos ser amados, a vivir la bienaventuranza de la misericordia.
Qué bueno que aquella pedagoga reclamaba esa sencilla actitud para el mundo. Así es la Iglesia, no es un ente al margen de la vida cotidiana de todos nosotros. Es una Madre que sabe lo que todos sufrimos y necesitamos y busca –como ahora el Papa lo hace al convocar a este Año Santo de la Misericordia– lo que necesita el mundo. Ahora es tiempo de nuestro compromiso con esa Misericordia de Dios que no tiene fin y que no deja a nadie fuera. Con esa Misericordia Divina que tiene sus colaboradores en cada cristiano, en cada hombre de buena voluntad que está dispuesto a hacer presente en este mundo al Amor.
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