Nadie puede dudar que estamos viviendo momentos críticos en Latinoamérica, en lo que a estabilidad social y política se refiere. Padecemos ahora una situación análoga a 1968, cuando se multiplicaron las protestas estudiantiles, frente a un malestar social difuso, donde el culpable no tenía nombre propio, pues era la estructura de la misma sociedad. Por eso no se sabía, ni se sabe, cómo hacer frente a las protestas, ni qué medidas se tienen que tomar para solucionar la situación: si todo está mal, lo que hay que hacer es patear el tablero y cambiar las reglas del juego.
Ahora bien, en este confuso y explosivo coctel, han confluido tres ingredientes heterogéneos: violencia, política y religión. La religión, muy a pesar de las personas religiosas, forma parte de la estructura eclesiástica o son parte del pueblo creyente, ha sido involucrada, sin quererlo ni buscarlo, como blanco de acciones violentas. Se la considera parte del sistema a dinamitar; pieza política con la que jugar y hacer presión. Las personas de fe, confundidas, vemos como hordas de enfervorizadas feministas arremeten contra elementos religiosos (Argentina, Chile, México, Colombia, Ecuador) o, por contrapartida, cómo la autoridad política la amedrenta y reprime (Nicaragua).
Por ambas partes la pacífica expresión de la propia fe sufre vejaciones, represiones y violencia. Quizá los casos más dolorosos sean los de Argentina y Chile. En Argentina, desde hace años, la causa por la despenalización del aborto y la defensa de la mujer ha visto en la Iglesia su chivo expiatorio. Las marchas suelen incluir una fuerte dosis de violencia religiosa, ya sea realizada contra monumentos religiosos, o parodiada de forma burlesca, por ejemplo, escenificando un aborto por parte de la Virgen y haciendo mofa de la fe. En Chile es quizá más doloroso, pues las protestas populares se han decantado, con frecuencia, por la quema de Iglesias, para reivindicar causas que nada tienen que ver con la institución religiosa. Lo doloroso es que son personas del pueblo las que destruyen sus propios templos. En Nicaragua, en cambio, es la pasividad cómplice del régimen, que desde lejos pilota formas de intimidación sobre la Iglesia, según el típico esquema de los gobiernos comunistas, represores por antonomasia de la fe.
La religión es usada entonces como comodín político, para atraer la atención popular y de los medios sobre la manifestación y su causa. Se ve como el alma de un sistema que es preciso destruir, aprovechándose de su propio discurso pacifista y de unión, así como de su dependencia del Estado en lo que a seguridad se refiere. Pero el Estado está preso de lo “políticamente correcto”, tiene horror a ser tildado de “represivo” y prefiere contemplar, impávido, la violencia y destrucción de los edificios religiosos, en vez de proteger el orden social, como es su deber fundamental. Prefiere no intervenir y aceptar la destrucción de los templos, el patrimonio cultural y artístico, así como los negocios de la gente honesta, que paga sus impuestos, sin ser protegida por el orden público.
Las autoridades religiosas no encuentran más camino que realizar continuos y estériles llamados a la paz y la concordia. No entienden por qué son blanco de violencia, ni qué tendrían que hacer para evitarlo. No pueden llamar directamente a defender los símbolos religiosos, pues sería una invitación a la confrontación, un responder a la provocación que legitimaría a la violencia como forma de resolver conflictos. El Estado hace cálculos políticos y prefiere no intervenir, han sido finalmente los fieles quienes se han unido espontáneamente para defender lo que es suyo y consideran valioso, intentando evitar cualquier confrontación, respondiendo con rosarios a los insultos y salivazos.
Como siempre, de las realidades negativas algo positivo se puede obtener. Así, al ser involucrada inapropiadamente como pieza política en un reclamo social en el que no viene a cuento, muchas personas ven vandalizada a su Iglesia, a sus templos, a su patrimonio cultural. Ello les lleva a defenderlo. Es decir, la violencia inopinada contra la religión fomenta en muchas personas el revalorarla, redescubriendo que para ellos es importante y tiene derecho de ciudadanía, debiéndose defender. No deja de ser triste, sin embargo, que muchas jóvenes tomen esa actitud irracional, violenta e incivilizada para hacer reclamos; no deja de ser triste la cobarde complicidad de las autoridades políticas, cuando no su sorda oposición a la libertad religiosa; no deja de ser triste el hecho de que no podamos resolver nuestros problemas de manera civilizada. Es dolorosa, sobretodo, la pérdida del sentido de lo “sagrado”; es decir, de las realidades que se sustraen del uso común dada la excelsitud de su naturaleza. Tratar a la religión como peón en el tablero político, supone el sacrificio de la única realidad sagrada que quedaba en la cultura y la sociedad.
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