La penitencia cristiana es alegre. Así la han vivido san Josemaría, san Juan Pablo II, santa Teresa de Calcuta.
Pregunta Carolina, estudiante de medicina: ¿no es contradictoria la enseñanza de la Iglesia sobre el cuerpo? Por un lado, subraya el deber de respetarlo, pues va a resucitar y tiene vocación de eternidad; por el contrario, bendice los sacrificios, el autolesionarse, la mortificación y penitencia…
Aguda observación. La doctrina católica busca alcanzar un difícil equilibrio entre dos principios en apariencia contradictorios: por un lado, la vocación de eternidad que tiene el cuerpo humano; su dignidad, somos nuestro cuerpo, no es algo que usamos. Exige en consecuencia respeto, cuidado, pudor (no exhibirlo innecesariamente a quien no tiene derecho a verlo) y, a ser posible, elegancia. En contrapartida está el sentido ascético de la penitencia, expresado así por san Pablo: “Castigo a mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que habiendo predicado a otros venga yo a ser reprobado” (1 Corintios 9, 27). Es decir, un esfuerzo para dominar nuestro cuerpo y no ser esclavos de sus apetencias desordenadas. Más allá, incluso, se encuentra un sentido que podríamos denominar místico, o sobrenatural, de fe, sintetizado así por el mismo autor: “Completo en mi cuerpo lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” (Colosenses 1, 24).
Esta aparente contradicción en realidad es una constante de la doctrina católica. Vittorio Messori señala que la lógica de la Iglesia consiste en “el positivo «et-et» («esto y esto») y no el frustrante «aut-aut» («esto o lo otro»)”. Es decir, no es una disyunción excluyente, sino una conjunción. La ortodoxia incluye los dos extremos. La fe católica lo abraza todo, lo integra todo.
La insistencia en la mortificación y la penitencia es característica en los discípulos de Cristo, cuyo maestro triunfa en la Cruz, pero resulta particularmente oportuna en contexto actual, caracterizado por el culto al cuerpo: hacer de él un ídolo. Esta actitud no es cristiana, es pagana. Paradójicamente, se realizan grandes sacrificios para satisfacer al nuevo ídolo: gym extenuante, dietas rigurosas, operaciones estéticas… Pero se trata de “un cuerpo” que se usa como producto de mercado. No es una sana relación con el mismo, sino algo que se usa y se pone en el escaparate para presumir, se vuelve un objeto, una mercancía. Se valora así a las personas no por su integridad, sino por su apariencia, sometida a las leyes del mercado: anorexia, vigorexia, ansiedad, frustración y no aceptación del propio cuerpo son la factura de tal actitud.
El equilibrio cristiano, en cambio, busca tener a raya al cuerpo, no convertirlo en un ídolo, sino cuidarlo y presentarlo dignamente; de ahí la conveniencia, en la medida de las posibilidades y circunstancias culturales, de cultivar el pudor, el recato y la elegancia. Es bueno presentarlo amable y atractivo, cuidarlo por respeto a uno mismo y por caridad con los demás; agradecerlo como lo que es, un don de Dios. Esta sana actitud conduce a valorarse y aceptarse a sí mismo, a ser libre respecto de los parámetros objetivistas del cuerpo, según las leyes del mercado.
Al mismo tiempo, la espiritualidad católica fomenta la mortificación y la penitencia. Pero mortificación no es masoquismo ni desprecio del cuerpo, no atenta a la salud. Es hacer oración con los sentidos, ordenarlos para que den gloria a Dios. Luchar por reestablecer el equilibrio roto en nuestras facultades y pasiones a causa del pecado, por la atracción desordenada hacia los bienes, enconada en el contexto de una sociedad consumista y hedonista. Es confesar con obras la vocación de eternidad que tiene el cuerpo, su armonía con el alma y su capacidad de unirse misteriosamente al Cuerpo de Cristo, para realizar así la corredención.
De esta forma se da un sentido al dolor, al sufrimiento, arrojando luz sobre uno de los enigmas más profundos de la existencia humana, consiguiendo libertad, plenitud y felicidad donde otros no ven sino absurdo, sinsentido y escándalo. Por eso los grandes santos recientes han sido muy generosos en su espíritu de sacrificio, y al mismo tiempo han sido alegres. La penitencia cristiana es alegre. Así la han vivido san Josemaría, san Juan Pablo II, santa Teresa de Calcuta. San Josemaría sintetiza así esta lógica profundamente humana y sobrenatural: “Esta ha sido la gran revolución cristiana: convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien. Hemos despojado al diablo de esa arma…; y, con ella, conquistamos la eternidad” (Surco, 887).
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