Una mañana de principios de siglo, el escritor inglés Gilbert K. Chesterton (1874-1936) abrió su periódico, se ajustó las gafas, acomodó su gran estómago y se dispuso a leer. Después de dar una hojeada (con hache) y una ojeada (sin hache) a las páginas principales, se encontró con un interesante artículo en el que un educador de moda sentaba (o al menos quería sentar) las bases de una novedosa teoría pedagógica según la cual la educación de los hijos debía desenvolverse en un ambiente de absolutísima libertad. Los muchachos, decía el pedagogo, debían crecer en el prado de la vida un poco así como los árboles crecen en el bosque y los peces en los arroyos, es decir, como pudieran. Los padres bajo ningún motivo debían reñir, amonestar, coaccionar o limitar los impulsos soberanos de sus hijos. ¿Cuándo se había visto, por ejemplo, que un renacuajo viviera toda la vida pendiente de los gritos y las riñas de la señora rana, su desagradable madre? Eso de que los padres pudieran alguna vez alzar la voz a sus retoños era una costumbre de los tiempos de Torquemada que había que erradicar cuanto antes de la sociedad inglesa. En suma, los padres no tenían derecho a pedir a sus hijos ni siquiera a que fueran a comprar un litro de leche a la tienda de la esquina…
¡Mala cosa que tal artículo hubiera caído en manos de Chesterton, ese polemista dispuesto (como él mismo lo confesó siempre) a escribir libros a la menor provocación! Pocos días después, en otro diario londinense, aparecieron las siguientes palabras firmadas, claro está, por el autor de “El hombre que fue jueves”:
«Si el niño es, desde el principio, libre para despreocuparse de su padre, ¿por qué no tendría la misma libertad el padre para despreocuparse del niño? Si Mr. Jones padre y Mr. Jones hijo son solamente dos ciudadanos libres e iguales, ¿por qué un ciudadano tendría la obligación de alimentar gratis al otro por lo menos durante los primeros quince años de su existencia? ¿Por qué el viejo Mr. Jones tendría que darle comida, vestidos y techo, de su propio bolsillo, a una persona que no tiene ninguna obligación hacia él? Si al brillante joven no puede pedírsele que tolere a su abuela, que se ha convertido en una pelma, ¿por qué habrían tolerado la abuela y la madre al brillante joven en una época de su vida en que no era de ningún modo brillante? ¿Por qué debieron cuidarlo laboriosamente cuando sus contribuciones a la conversación fueron raras veces epigramáticas y no siempre inteligibles? ¿Por qué debió Mr. Jones padre proporcionar biberón y sopas a alguien tan poco entretenido como Jones hijo, especialmente en las fases más inmaduras de su existencia? ¿Por qué no lo arrojó por la ventana o, en todo caso, lo echó a la calle por la puerta?» (The Thing).
Esto es lo que se llama sentido común. Si los padres no pueden pedir nada a sus hijos, ¿por qué estos sí pueden, y hasta con manotazos en la mesa, exigir ropa, zapatos, un reloj (de preferencia suizo), tres comidas al día, servicio de lavado y planchado, una televisión en el cuarto, viajes cada verano, la altísima mensualidad de su colegio y un etcétera tan largo que ni de broma podría caber aquí?
Una vez, un honrado padre de familia vino a verme para que aconsejara a uno de sus retoños, un jovencito al que en la escuela lo habían suspendido en todo, hasta en computación, pese a que en su casa pasaba tardes enteras navegando en Internet y chateando con sus amistades. A un cierto punto de nuestra plática, sonó estridente el móvil del muchacho… ¡Qué móvil, Dios mío! Nuevo, brillante y más delgado que una rebanada de jamón. Inmediatamente sentí vergüenza del mío, que era una calamidad. Pasados quince minutos fue el turno del teléfono del papá, que empezó a armar un jaleo tal que me hizo repasar el elenco completo de mis muecas más desagradables. ¿Y qué va sacando este señor de entre sus ropas? Un celular tan grande y tan pesado que bien hubiera servido para ponerlo en calidad de bloque en una de las pirámides de Egipto. Grande, pesado, cavernícola, jurásico. El padre, al ver que yo casi me reía de su celular, me lanzó una mirada de resignación. Sí: él se sacrificaba para darle a su pequeño siempre lo mejor. ¿Y cómo es que ahora este mismo padre no podía exigirle a su hijo que por lo menos sacara buenas notas en la escuela? Y para llevarlo a Misa los domingos, ¡cómo había que implorarle, insistirle, prometerle! Una vez su padre hasta se le arrodilló para que el jovencito se dignara acompañarlo a un templo cercano a la casa en que vivían. «Hijo, le decía, te lo suplico. ¡Mira cómo me hinco delante de ti!». Pobre hombre.
Sí, hoy asistimos simultáneamente al mediodía de los derechos y al crepúsculo de los deberes; se habla hasta la saciedad de los privilegios del niño, y hasta se ha escrito una solemne declaración que los señala. ¿Pero qué valiente se animará a redactar lo más pronto posible la carta magna de sus obligaciones? Porque obligaciones también tienen, y hay que decírselo una y otra vez para que no se les olvide. Mientras vivan «de gorra» en su casa, es decir, a costa suya, los padres tienen –y tendrán siempre– derecho a pedirles ciertas cosas. Y no sólo a pedírselas, sino incluso a exigírselas con chasqueo de dedos o sin ellos. Como dijo alguien (y este alguien fue nada menos que Viktor E. Frankl), los padres no deberían tener miedo de exigirle demasiado a sus hijos; lo que deberían temer, más bien, es exigirles demasiado poco.
@voxfides
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