Nacimiento clerical de un país anticlerical

Los días 15 y 16 de septiembre recordamos con orgullo el nacimiento de nuestra nación y es una buena ocasión para hacer examen, y ver si no caemos en patrioterismos baratos. 

Cada año, los días 15 y 16 de septiembre recordamos con orgullo el nacimiento de nuestra nación. Indudablemente que es un día para celebrar y sentirnos muy unidos como país, con el deseo de trabajar juntos por una patria más justa y próspera. También es una buena ocasión para hacer examen, y ver si no caemos en patrioterismos baratos, que mientras se apasionan por la selección de futbol y se sienten unidos únicamente durante el Mundial, contribuyen a fomentar la corrupción, la injusticia e incluso la difusión del crimen, o la indiferencia frente a la pobreza.

Ahora bien, por ironías de la historia, nuestro país, que adolece de un fuerte laicismo, distinto de una sana y necesaria laicidad de fuerte raigambre cristiana, tuvo, paradójicamente, un parto clerical. En efecto, si uno repasa la lista de los principales héroes patrios, nos encontramos con un buen número de sacerdotes, comenzando por el mismo cura Hidalgo o José María Morelos. Lo que dio inicio al movimiento revolucionario fue un llamado de la Iglesia, es decir, el toque de las campanas de la iglesia de Dolores; el primer estandarte que enarboló el movimiento insurgente fue una imagen de la Virgen de Guadalupe, único símbolo de unidad y cohesión que en ese momento podía aglutinar a todos los mexicanos.

La separación entre la Iglesia y el Estado no es un invento de la Reforma, sino de Jesús. En efecto, al decir “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, Jesucristo consagró simultáneamente la separación y la legitimidad de ambos órdenes, nunca su enfrentamiento. En la mente de los primeros escritores cristianos estaba presente la idea de colaboración entre ambos actores sociales. Así, san Pablo nos dice en sus cartas: “Sométase toda persona a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste”, y en otro lugar: “Exhorto, ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y por todos los que tienen autoridad, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.  Esto es bueno y agradable delante de Dios”. La lista podría seguir.

En su clásica obra La ciudad antigua, Fustel de Coulanges afirma, lisa y llanamente: “El cristianismo fue la primera religión que no quiso que el derecho dependiera de la religión”. Fue la primera confesión que no estaba al servicio de un poder político y tenía una aspiración universal. Pero, nuevamente, esa independencia no se entendía ni se entiende, por lo menos en la doctrina católica, como oposición o enfrentamiento, es decir, en clave dialéctica. De hecho, el fruto de esa colaboración fue el doloroso alumbramiento de México como nación. Incluso, un elemento determinante, que facilitó el movimiento independentista de la metrópoli en todo el continente americano, fue precisamente la ruptura entre el trono y el altar verificada finales del siglo XVIII. Cuando la Corona expulsó a los jesuitas de sus inmensas posesiones no se dio cuenta de que comenzó a cavar su propia tumba. En efecto, en la mente de todos los novohispanos ambas realidades formaban un binomio indisoluble. El destierro de los jesuitas evidenció que no era así. La oposición a la autoridad religiosa legitimó el levantamiento contra el poder político.

A más de dos siglos de distancia deberíamos ser capaces de revisar con desapasionamiento y sin filtros ideológicos nuestra historia. Dejarnos ya de discursos acomplejados, heredados quizá de una lectura marxista o dialéctica de los hechos, superando así confrontaciones gratuitas e inexactas: hispanos contra indígenas, liberales contra conservadores, Estado versus Iglesia. Es, quizá, el momento de reconocer el papel que todos estos actores han jugado en la conformación de nuestro presente, de nuestra realidad. Así, un indigenista que se apellide “Pérez” es tan poco coherente, como un patriota anticlerical, pues ambos niegan algo que está en sus orígenes y en su identidad, les guste o no. Es el momento de la unidad y de la colaboración fructuosa, no de la estéril confrontación y la gratuita descalificación. Negarlo es resignarse a vivir en la ficción y reinventar una historia que deja de serlo para convertirse en cuento de hadas manipulador. Por ello, al orgullo de sentirnos mexicanos debería unirse el reconocimiento de nuestros orígenes, dentro de los cuales la fe y la Iglesia han jugado un papel fundamental, y por ello deberíamos estar agradecidos; aunque alguno no tenga fe o no sea parte de la Iglesia, simplemente por sentirse mexicano.

 

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