Puede parecer forzada la comparación, muy tenue la relación existente entre estos dos santos, uno del siglo XIX, el otro del XX. El contexto social, cultural e histórico es bastante diverso: uno es un converso, ensayista y apologista que llegó a ser cardenal; el otro fundador de una institución de la Iglesia. Sin embargo, mirándolos con atención, se descubre una gran sintonía espiritual y un análogo proyecto pastoral.
Ambos son verdaderos “profetas” de la misión e importante papel que los laicos están llamados a desempeñar en el seno de la Iglesia. Ambos sufrieron con motivo de esta última aseveración, pues cuando comenzaron a predicar parecía una novedad insostenible. Newman afirmaba que el “sentido de la fe” del pueblo de Dios debería ser considerado un “lugar teológico”, es decir, una fuente a la que se puede consultar para conocer cuál es el contenido auténtico de la fe. La Iglesia, como depositaria de la revelación divina, no puede prescindir en su determinación de una parte importantísima de ella misma: el pueblo fiel; si lo hace, además de perder una fuente privilegiada, desemboca en el clericalismo, una reducción de lo que es auténticamente la Iglesia, restringiéndola a sus ministros ordenados y la jerarquía. San Josemaría también hubo de sufrir incomprensiones por afirmar taxativamente -mucho antes del Vaticano II- que los laicos están llamados a la plenitud de la vida cristiana, a la santidad, que no son cristianos de segunda y gozan de una vocación divina específica, por ejemplo, la matrimonial. Al “sentido de la fe” newmaniano, san Josemaría le llamará más coloquialmente, “nariz católica” del pueblo de Dios.
Ambos percibieron que se precisa una profunda formación y un empeño constante para ser coherentes con la fe. Newman dedico todo su esfuerzo intelectual y pastoral a ese objetivo: la revista “Rambler”, la Universidad Católica de Dublín, la escuela del Oratorio de Birmingham son ejemplos elocuentes de ello. San Josemaría, por su parte, además de su riquísima predicación y sus numerosos libros espirituales, que tanto han ayudado a los laicos a encontrar a Dios en su vida ordinaria, fundó -por querer divino- una institución que tiene como fin recordar la llamada universal a la santidad y hacerla asequible: es decir, no sólo afirmar que debemos ser santos en la vida corriente, sino mostrar el camino, prestando la ayuda adecuada para poder alcanzar este objetivo. Definía al Opus Dei como “una gran catequesis”, donde se imparte una formación particularmente orientada a fomentar la “unidad de vida”, concepto que quiere reflejar la ardua, pero necesaria coherencia entre lo que se cree y lo que se vive, sin divorcios escandalosos.
Para ambos, su doctrina no constituía una novedad; en palabras de Escrivá era “como el Evangelio, Nuevo y como el Evangelio, viejo”. Los dos tuvieron como fuente de inspiración la vida de los primeros cristianos, a los que había que remitirse para recuperar la integridad de la fe, según Newman. Ambos insistían en la necesidad de alcanzar una profunda unidad entre fe y razón, cimentada en el estudio de las ciencias, tanto profanas como eclesiásticas. Escrivá exigió a los sacerdotes del Opus Dei que fueran peritos en algún saber profano -todos tienen licenciatura, muchos doctorado civil-, al tiempo que bastantes laicos, a su vez, cultivaran las ciencias teológicas, muchos alcanzando un doctorado eclesiástico. Newman afirmará por su parte: “Quiero que los seglares intelectuales sean religiosos, y los eclesiásticos devotos sean intelectuales”.
Los dos fueron profetas de la “libertad de las conciencias” dentro de la Iglesia. Escrivá predicó incansablemente sobre la libertad y la autonomía de los laicos en asuntos temporales, señalando que no debería haber ninguna injerencia eclesiástica en estos asuntos. En cambio, los laicos debían esforzarse por ser coherentes con su fe y fieles a su conciencia, evitando cualquier tipo de esquizofrenia oportunista que los descalificara moralmente. Newman incidiría en el valor de la conciencia como lugar de encuentro con Dios, sagrario del hombre, testigo de la verdad y motor de toda conducta moral.
Muchos más aspectos podrían subrayarse: necesidad de aunar piedad y doctrina en la profundización teológica; el ejercicio prudente y responsable, cara a la Iglesia, de la labor teológica, y una profunda percepción de la Iglesia como Misterio, que teniendo un elemento humano, conduce a la comunión con lo divino. Baste con lo dicho ahora para justificar la sintonía entre Newman y Escrivá, dos santos plenamente actuales, auténticos profetas de nuestro tiempo.
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