Obsesión por la limpieza

En su bellísimo “Diario de un cura rural”, Georges Bernanos (1888-1948) pone en boca del párroco de Torcy la historia de una buena mujer obsesionada por la limpieza. No podía ver ésta una sola mota de polvo, y allí donde veía una, se ponía a fregar con todas sus fuerzas, así fuera el mediodía o la madrugada. ¡Pobre mujer: quería que el mundo fuese un espejo! Pero dejemos que sea el propio párroco de Torcy quien nos cuente cómo sucedieron las cosas y quién era esta mujer:

“Tuve anteriormente –dice–, le estoy hablando de mi antigua parroquia, una sacristana sorprendente, una buena hermana de Brujas secularizada en 1908, una excelente mujer. Los ocho primeros días, dale que te dale, logró que la casa de Dios brillara como un locutorio de convento, hasta el punto que ni yo mismo la reconocía… ¡Palabra de honor! Estábamos en la época de la cosecha, no acudía un gato y la endemoniada vieja exigía que me quitara los zapatos… Cada mañana se esforzaba en hallar motas de polvo en los bancos, dos o tres hongos de moho en la alfombra del coro y telarañas en todos los rincones…

“Yo me decía: ‘Limpia, pule todo lo que quieras… Ya verás lo que ocurre el domingo’. Y por fin llegó ese día. Un domingo como todos los demás, no vaya usted a creer… La feligresía ordinaria, tan sólo. Era medianoche y estaba aún puliendo y sacando brillo a la luz de las velas. Algunas semanas más tarde, por Todos los Santos, llegó una misión predicada por dos padres redentoristas, dos mocetones. La desgraciada se pasaba las noches en vela entre su cubo y su cepillo, echando agua con tanta afición, que el musgo comenzaba a manchar las columnas y a crecer hierba entre las junturas de los ladrillos. No había manera de convencer a la pobre hermana. De habérselo permitido, habría echado a todo el mundo de la iglesia para que el buen Dios estuviera en un lugar limpio. ‘Me arruinará usted con tantas pociones’ –le dije un día, pues su tos era muy fuerte-. Pero la pobre vieja no quiso escucharme y tuvo que meterse finalmente en la cama, con un ataque de reumatismo articular. El corazón le falló y ¡paf!, nuestra hermana no tardó en comparecer ante San Pedro. En cierto sentido, fue una mártir; no puede decirse lo contrario. Su equivocación no fue haber combatido la suciedad, sino haber querido aniquilarla, como si fuera posible semejante cosa…”

El párroco de Torcy hace una pausa, toma aliento y concluye su historia así: “Una parroquia es forzosamente sucia. Una cristiandad es más sucia aún. Aguardemos al gran día del juicio y veremos lo que los ángeles tendrán que sacar a paletadas de los más santos monasterios”.

¡Pobre mujer! Y ella que pensaba que quitar la suciedad le sería fácil. Era demasiado perfeccionista para aceptar un mundo sucio, y por eso acabó en la cama con el corazón roto. ¿Pero es que no escuchó nunca en el convento en el que estuvo hasta 1908 las parábolas de Cristo en las que se habla del trigo y la cizaña, de la red y los peces, del festín y los invitados al banquete? “Se parece el Reino de los Cielos –dijo Jesús una vez– a un hombre que sembró buena semilla en su finca; mientras todos dormían, llegó un enemigo suyo, sembró maleza entre el trigo y se marchó” (Mateo 13, 24-25). Los sirvientes de este hombre se mostraron bastante sorprendidos cuando, algunos días después, vieron que había hierba mala junto con el trigo, y quisieron arrancarla: también ellos, a su manera, eran unos obsesionados por la limpieza; pero el patrón los detuvo, diciéndoles:

“-No, no sea que al arrancar la maleza arranquen también el trigo. Déjenlos crecer juntos hasta la siega. Al tiempo de la siega diré a los segadores: Entresaquen primero la maleza y átenla en manojos para quemarla; el trigo almacénenlo en mi granero”.

He aquí una parábola que nuestra sacristana no leyó nunca, o si leyó no meditó como debía. Pero hay otras que tratan del mismo asunto, como aquella en la que un rey organiza un banquete de bodas para su hijo: “Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero éstos no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que les dijeran: ‘Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Vengan a la boda’. Los invitados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; otros agarraron a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: ‘La boda está preparada, pero los invitados no se la merecían. Vayan ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encuentren invítenlos a la boda’. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos” (Mateo 22, 1-14), etcétera.

Malos y buenos, mi buena sacristana. Limpios y sucios. Santos y pecadores. ¡Jesús no se hacía ilusiones! Y luego, por si no lo sabías, hay otra parábola del Señor que dice así: “El reino de los cielos es semejante a una red que, echada al mar, recoge toda clase de peces” (Mateo 13, 47). ¿Quién te dijo, amiga mía, que la Iglesia era una asamblea de ángeles? Jesús sabía que su Iglesia iba a ser una asamblea de hombres. ¡No te espantes!

Muchos de los que entramos a la iglesia llevamos los zapatos sucios. Lava, pues, el templo, pero no te obsesiones por la limpieza. No permitas que el fango que vas a encontrarte entre las losas te destrocen el hígado y los riñones. Haz lo que buenamente puedas. Esto no es conformismo, sino realismo espiritual. Mira lo que dice Desmond Morris en “El hombre desnudo” a propósito del cabello humano: “Es importante lavarse el pelo para eliminar la suciedad, pero con ello se elimina también el sebo, por lo que lavarlo excesivamente puede ser tan malo como lavarlo poco”. ¿Lo ves, hermanita mía? Tú quieres eliminar los piojos. Pero en tu afán de eliminar los piojos no te conformas con cortar el pelo: quieres ir hasta el fondo del asunto, por decirlo así, y cortar también la cabeza… ¡Cálmate, pues, y date un respiro!

 

 

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