El Opus Dei cuenta con un valioso ideal inspirado por san José María Escrivá: “Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado”.
Noventa años son muchos para una persona. A esas alturas de la existencia bien se puede tener una mirada retrospectiva y valorar el panorama de lo que ha sido la propia vida, con sus aciertos y errores, éxitos y fracasos. Ver lo que se ha sembrado, lo que se ha cosechado, lo que ha quedado y juzgar así si ha valido la pena. Noam Chomsky, por ejemplo, está en sus noventa años… y en el ocaso de su vida; es un momento oportuno para hacer un balance.
Pero si en las personas físicas 90 años son muchos, en las morales no lo es tanto, y para la bimilenaria vida de la Iglesia, no es prácticamente nada. Estamos en los comienzos. Y eso es lo que sucede con el Opus Dei (“Obra de Dios” en latín), institución de la Iglesia Católica que el 2 de octubre cumple 90 años de existencia: es un buen momento para hacer un “balance de los comienzos.”
En efecto, sin tener todavía la solera que los siglos otorgan, el Opus Dei puede contemplar cómo ha conservado el espíritu que legó san Josemaría, su fundador y cómo lo mantiene vivo, es decir, no como en conserva, esclerotizado o momificado, como si de una pieza de museo se tratase. A estas alturas de su historia, la Obra de Dios ya cuenta con su fundador y el primer sucesor de este en los altares (el primero es santo, beato el segundo), el actual prelado o cabeza visible de la Obra es la cuarta persona al frente de la institución, su labor y prestigio se han consolidado. También, todo hay que decirlo, ha tenido que sortear no pequeñas tormentas, como es normal que suceda a todo aquel que aspire a pasar por el mundo dejando su impronta: no a todos les gusta. Así, la beatificación del fundador generó polémica e incluso la institución en su conjunto ha servido para alimentar la ficción literaria y cinematográfica con marcados tintes anticristianos de Dan Brown.
Ahora bien, dice un refrán que “no importa que hablen mal de ti, lo importante es que hablen.” En esos casos las fantasías literarias y cinematográficas sirvieron de publicidad indirecta. Mucho se hablaba de la Obra (como coloquialmente la designamos), y muchas ocasiones hubo de explicarla. Pero el aluvión de la inesperada y no buscada popularidad también propició el crecimiento de la leyenda, es decir, lo que la gente se imaginaba, con mayor o menor precisión, sobre el Opus Dei.
Por ello, a los 90 años, es bueno recordar algunas ideas sobre lo que no somos primero, y sobre nuestra auténtica identidad después, por lo menos la que creemos o queremos tener. Lo primero que me parece oportuno consignar, siguiendo en ello a los dos últimos prelados del Opus Dei, don Javier Echevarría, de feliz memoria y el actual, don Fernando Ocáriz, es que “no somos mejores que los demás”, tampoco pensamos serlo, ni nos sentimos así. Por algún extraño motivo algunas personas nos consideran así, otras piensan que nosotros pensamos así. Pero no es verdad, no estamos en el Opus Dei porque seamos santos, sino porque queremos serlo. Tenemos la conciencia real, tangible, cotidiana, de ser pecadores, pero también tenemos el deseo, continuamente renovado a pesar de lo anterior, de amar a Jesús, siguiendo así la definición que de sí mismo daba nuestro fundador: “Soy un pecador que ama con locura a Jesucristo”.
No somos mejores, ni nos creemos mejores, pero, lo que sí tenemos es un ideal, que para nosotros es hermoso, y como así nos lo parece, queremos compartirlo. San Josemaría lo resumía así: “Unir el trabajo profesional con la lucha ascética y con la contemplación cosa que puede parecer imposible, pero que es necesaria, para contribuir a reconciliar el mundo con Dios y convertir ese trabajo ordinario en instrumento de santificación personal y de apostolado. ¿No es este un ideal noble y grande, por el que vale la pena dar la vida?” Quizá algunos de los términos ya no se entiendan en nuestro secularizado mundo; se trata de hacer una síntesis vital entre trabajo, oración y testimonio cristiano, encarnada en las circunstancias corrientes, habituales del día a día. Es la labor que consciente y libremente acomete cada fiel de la Prelatura todos los días. ¿Qué le aporta la Obra? El sostenimiento para que podamos realizar el ideal sin desalientos, el aire y el agua para poder encarnarlo en medio del mundo en que vivimos.
Noventa años suponen también el desafío de la fidelidad, el reto de mantener la propia identidad en un mundo cambiante. En palabras de don Fernando Ocáriz: “La fidelidad nunca proviene de una repetición mecánica; se realiza cuando acertamos a aplicar el mismo espíritu en circunstancias diferentes”. El mundo está cambiando muy rápidamente, por eso, a casi un siglo de existencia, esta fidelidad supone un apasionante desafío, una meta y un ideal.
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