Pablo VI y monseñor Romero

Las vidas del papa Pablo VI y la de monseñor Óscar Romero son claros ejemplos de santidad y modelos a imitar.

Parece que está de moda declarar santos a los papas. Con Pablo VI, Francisco ha conferido el título de santo a 3 pontífices. ¿Se está abaratando la santidad?, ¿ya está incluida en el título de “papa” a la manera de combo espiritual? Una mirada superficial podría pensar lo anterior. Otros, en cambio, considerarán sospechoso que se declare santos, justo a la mitad del Sínodo sobre los Jóvenes y el discernimiento vocacional, a dos pastores asociados por algunos al “ala izquierda” de la Iglesia, como serían Monseñor Romero y Pablo VI.

Sin embargo, una mirada de fe, imprescindible si uno quiere comprender la compleja realidad de la Iglesia, donde se encuentran inescindiblemente entreverados el elemento humano y el elemento divino, muestra otra realidad. En primer lugar, el fenómeno sobrenatural de la Iglesia es extraño al esquema filosófico, político, sociológico, que etiqueta y simplifica la realidad en izquierda, centro y derecha. Las etiquetas simplifican y sirven, con frecuencia, para discriminar y descalificar al interlocutor antes de que pueda afirmar nada; son una sutil herramienta de manipulación.

En segundo término, la canonización de un papa y de un obispo constituyen una particular muestra de la Misericordia de Dios con su Iglesia. En efecto, los santos constituyen uno de los mayores regalos de Dios para la Iglesia y el mundo por su impacto benéfico, la huella de bondad que deja su vida. Más urgente e importante resulta el regalo si el beneficiado es miembro de la jerarquía eclesial, tan vilipendiada y desprestigiada por los recientes escándalos de pedofilia y encubrimiento. Es particularmente necesario y urgente que se propongan como modelos a pastores santos, como lo fueron Pablo VI y Romero. Al mismo tiempo, es prioritario difundir su vida y su ejemplo, en un mundo donde solo las malas noticias parecen merecer el título de “noticia.” Por el contrario, resulta urgente proclamar: “también hay buenas noticias”; “también existen pastores ejemplares en la Iglesia”; “la Iglesia sigue difundiendo un mensaje divino y liberando al hombre al hacerlo.” Se alimente así una auténtica esperanza.

A la necesaria confesión de culpa, que el papa en primera persona ha hecho, o que han realizado conferencias episcopales enteras, como la de Chile, debe unirse una “confesión de santidad”, como lo será la canonización de Pablo VI y monseñor Romero, si no quiere quedarse uno con una imagen sesgada, reductiva y por ello manipuladora de la Iglesia, extraña a la verdad. La realidad incluye las dos caras de la moneda: la culpa y la santidad. En ellas se observa, misteriosamente, cómo el elemento humano de la Iglesia puede oscurecer al divino hasta hacerlo irreconocible, pero también cómo el elemento divino puede transfigurar al humano, convirtiéndose así en un ejemplo vivo de la redención y de la virtualidad salvífica de la Iglesia. Por eso, ambas canonizaciones son importantes.

Ahora bien, una canonización, es decir, la proclamación solemne por parte de la máxima autoridad de la Iglesia, de que uno de sus hijos es santo, es decir, goza ya de la visión de Dios, es un asunto serio, constituye un elemento de fe, no puede dejarse al arbitrio de complejos cálculos coyunturales de conveniencia. No se declaran santos porque “resulta oportuno”, sino porque fueron santos y, providencialmente, se une a ello el reconocimiento agradecido a Dios, por la oportunidad de esa santidad para la Iglesia y el mundo de hoy. Somos así testigos de la historia de la salvación, que Dios entreteje a través de los libres avatares de la historia humana.

No es, entonces, una santidad oportunista, y por ello falsa o devaluada, sino real. La voz de Dios se expresa a través de los milagros atribuidos a la intercesión de los nuevos santos, muy elocuentes, cargados de mensaje y similares entre ellos: para Pablo VI la curación de un feto en el quinto mes del embarazo; para monseñor Romero, la curación inexplicable de una mujer embarazada. El estudio desapasionado de su vida nos otorga la certeza moral de la santidad de la misma. Pablo VI fue un papa valiente, que no tuvo miedo de elevar su voz profética en contra de lo “políticamente correcto” al publicar su polémica encíclica Humanae Vitae, prefiriendo así agradar a Dios que a los hombres. Fue el papa que llevó a buen término el Concilio Vaticano II, que abrió a la Iglesia a un diálogo más vivo con la cultura, y tuvo que soportar el silencioso martirio espiritual que supuso el postconcilio. San Pablo VI sufrió mucho, por la incomprensión de la Iglesia, del mundo, y la dolorosa sangría de sacerdotes que colgaron la sotana en los años 70 del siglo XX. Ese fue su calvario, que llevó en el silencio de la oración: firmaba personalmente cada dispensa de los compromisos sacerdotales. Su santidad fue certificada con la Cruz.

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