La costumbre de decir “Dios mío” se repite en muchos idiomas, y a veces me permito bromear con mis amigos diciendo que Dios es de todos, que mejor digan Dios “nuestro”, y no “mío”. Pero ya en serio, cuando nos dirigimos al Señor, debemos hacerlo como reza el Padre Nuestro. Jesús, cuando responde a la petición de sus discípulos de “enséñanos a orar”, les da una oración en plural. Esta oración no inicia diciendo “Padre mío”, sino “nuestro”.
Cuando Jesús pedía algo al Padre, salvo milagros especiales, personalizados (que servían para demostrar su poder divino como forma de predicación), siempre lo hacía en plural, pidiendo para muchos, o para todos. Así debemos vivir, pensar y orar como buenos cristianos. La cristiandad es una comunidad, no una simple suma de personas. De hecho, la naturaleza humana es comunitaria, gregaria, la solidaridad es innata, el interés por ayudar, servir a otros, es parte de la misma naturaleza del hombre. Que algunos decidan ir en contra de todo ello, es otra cosa.
En el amor, cuando pensamos en él, cuando queremos vivir, es siempre en conjunción de alguien más, alguna otra persona o muchas personas, como en una familia, o un grupo de buenos amigos, o la comunidad en donde vivimos. Si por naturaleza la persona humana es gregaria, con mayor razón debemos pensar, vivir y orar en plural. Y en principio, sale por instinto el orar en plural. Si pedimos la paz, es para muchos, no para uno mismo solamente. No decimos “dame la paz”, sino “danos la paz”. Si hay alguna necesidad colectiva, como tras un desastre natural, una hambruna, una guerra, por instinto pedimos a Dios que se superen o cesen dichas calamidades para todos, no para uno nada más.
La oración no es ni puede ser egoísta, eso desagrada al Señor. Por eso nos enseñó a pedir al Padre y ofrecerle nuestras acciones en plural. No decimos dame mi pan nuestro, ni perdona mis pecados, sino danos y perdónanos, líbranos del mal. Las buenas acciones, esas llamadas de misericordia, son siempre la ayuda a otros, no la autosatisfacción. Y Jesús nos enseñó que el gran juicio final tendrá como materia lo que hicimos por otros, y que al haberlo hecho lo hicimos como si hubiera sido a Él mismo.
Desde el principio, tras dar vida a Adán, el Señor dijo que “no es bueno que el hombre esté solo” y le dio una compañera. Así inició la familia. Jesús no nos quiere tener solos, sino como una comunidad de fieles, de actores en bien de los demás, que pensemos siempre en quienes amamos, y en quienes están en necesidad, quienes tienen hambre, por ejemplo, o en las ánimas del purgatorio, para que ya pasen a gozar eternamente de la compañía del Señor.
Para estar con Cristo, debemos enseñar al que no sabe, debemos, a nuestra manera y alcances, ir y predicar el Evangelio, sobre todo con el ejemplo. Ser cristiano implica ser evangelizador, con nuestra familia, con los cercanos y como más se pueda. Para ello, debemos tener en mente a los seguidores de Jesús como un rebaño del divino Pastor, del cual somos una de sus ovejas.
Pero para poder pensar en cristiano, teniendo en mente a los demás y en lo que Dios quiere que hagamos como sus fieles, es necesario conocer Su enseñanza, estudiar la Palabra, la tradición, sus mandamientos, y todo lo que nos pide para vivir como buenos servidores de Jesús.
Sí, debemos seguir nuestro instinto gregario de pensar en plural, vivir con otros y para otros, practicando las buenas obras, y orar por muchos, por todos, por conocidos o desconocidos, como se nos enseñó en el Padre Nuestro y en el ejemplo vital de Jesús. Por supuesto que podemos orar al Señor pidiendo algún favor o ayuda personal, pero en general, la oración es para otros también, tanto como iglesia como también parte de comunidades humanas, empezando por la familia. Jesús nos pidió que pidamos (oremos) juntos al Padre, y que, haciéndolo así, Él estará en medio de nosotros y que entonces, por su intercesión, lo que pidamos juntos, dos o más personas en Su nombre, nos será concedido.
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