Un interesante estudio realizado por el Crédito Suizo y difundido por Oxfam en el contexto del Foro Económico Mundial de Davos, arroja resultados interesantes. Quizá el dato más escandaloso consiste en que para el 2016 se espera que el 1% de la población posea el 50% de la riqueza mundial, dejando el otro 50% para el restante 99%.
En 2014, en efecto, ese 1% poseía el 48% de la riqueza, y es una tendencia que va a la alza desde el 2010. El Crédito Suizo realiza cada año desde el 2000, un “Calendario de la Riqueza Global” en el que, curiosamente, la distribución de la riqueza ha ido variando, de forma que entre el 2000 y el 2009 fue decreciendo la proporción de riqueza poseída por el 1% de los más ricos, invirtiéndose esa tendencia del 2010 a la fecha.
En realidad parece ser un enfoque centrado en la envidia, es decir, mejor sería plantear la cuestión de cómo eliminar la pobreza, en lugar de cómo redistribuir la riqueza mejor, pues en el fondo ningún agravio se le hace a alguien que tenga lo necesario para vivir, si otro en cambio posee en exceso. El agravio sólo viene cuando alguien tiene en demasía mientras otro carece de lo necesario; sin embargo, dado que extensas porciones de la población mundial así como de su geografía están inmersas en la pobreza, convierte este dato estadístico en desigualdad escandalosa.
En este sentido, se muestran muy oportunos los reclamos realizados por Francisco, en el seno de ese mismo Foro Económico Mundial hace ya un año: “Sin ignorar, por supuesto, los requisitos específicos, científicos y profesionales, de cada sector, os pido que os esforcéis para que la humanidad se sirva de la riqueza y no sea gobernada por ella” (Mensaje, 17 de enero de 2014); o más recientemente y con un fondo más amplio también, su invitación a vivir esta Cuaresma luchando contra “la globalización de la indiferencia”.
¿En qué consiste esta globalización? Lo explica el mismo Francisco: “ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás, no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos”.
La invitación del Papa y los datos estadísticos presentados en el mismo Foro Económico Mundial no pueden dejarnos indiferentes: nos invitan a pensar y sobre todo a actuar.
En el seno del Foro se ofrecieron varias estrategias para paliar esta situación, entre las que se encuentra tener una carga impositiva más sana, de forma que los que poseen más contribuyan también más con el peso de los gastos para impulsar a quienes menos tienen. En realidad esta estrategia –así como muchas otras– propone cambios estructurales que pueden mejorar un poco, aliviar la situación, pero no cambiarla de raíz. En efecto, siguiendo esa misma sugerencia, de nada sirve aumentar los impuestos si hay corrupción o falta de profesionalidad e ineficacia en quien los recibe. Una vez más se constata que las mejores estructuras fracasan si quienes las ejecutan carecen de las herramientas técnicas o las disposiciones morales para hacer que rindan su fruto.
El cambio de la estructura o su mejoramiento es necesario, pero también los es, y más fundamental, el cambio del individuo y su corazón. Para erradicar la pobreza como miseria del mundo se precisa paradójicamente fomentar la pobreza como virtud en los individuos. ¿En qué consiste esa pobreza? En terminar, según dice Francisco, con “la idolatría del dinero”; en recordar que el dinero es un medio, no un fin; que el fin son las personas y vivir en consecuencia desprendidos de los bienes materiales. No quiere decir carecer de ellos, sino no poner en ellos nuestro corazón ni nuestra esperanza. Valorar en consecuencia lo que en realidad vale: las personas, y colocar todo lo demás a su servicio, sin dejarnos encadenar por la triste ceguera consumista a la que nos empuja nuestra sociedad de consumo.
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