Raúl Castro sostuvo un encuentro privado con el Papa en días pasados. Al salir, desbordó entusiasmo, recordó sus raíces católicas, advirtió su intención de (algún día) volver a rezar (si se dan condiciones favorables) y afirmó que asistirá gustoso a cuantas misas presida Francisco en su próxima visita a Cuba.
Entre decires caribeños y gestos de auténtica simpatía, el caso es que las declaraciones del comandante acapararon las primeras planas de los diarios en el mundo. Quienes crecimos en plena “Guerra Fría”, jamás hubiéramos imaginado un final de historia semejante. Buena parte del mérito hay que darlo a la diplomacia de la Santa Sede.
Cuba no es un país de católicos, como alguna vez casi lo fue. La Revolución persiguió cruelmente a la Iglesia y emprendió una guerra cultural contra su legado. Entre muchas cosas, consintió e incluso promovió la Santería como alternativa al catolicismo, con notable éxito, en la medida en que ésta es una combinación de ritos africanos, un tanto deslavados, con un catolicismo vulgarizado de matriz barroca. Eran los tiempos de la “Guerra Fría” y del comunismo triunfante. Sin embargo, mientras más duro era el castigo del régimen contra los católicos, más la Santa Sede se empeñaba en buscar caminos de entendimiento.
Esta historia tomó los esfuerzos de cinco pontífices, contando desde Juan XXIII, con su memorable intervención en la crisis de los misiles, y Paulo VI, quien, en plena persecución, buscó mantener abiertos los canales de comunicación por mínimos que fueran. De este imperceptible vínculo se valió Juan Pablo II para tender la mano a Fidel Castro después de la caída del Muro de Berlín, justo cuando el mundo creía asistir a la muerte lenta de los cubanos. El comandante la estrechó casi como tabla de salvación. Entonces el Papa visitó la isla y lanzó una consigna: el mundo debía abrirse a Cuba, para que Cuba pudiera abrirse al mundo. Y en esa línea, con la paciencia de Job, trabajó la Iglesia dentro y fuera de la Isla. Años después, Benedicto XVI hizo su visita pastoral. El sabio Ratzinger pidió mayor apertura al régimen en materia de derechos humanos, empezando por la libertad religiosa en beneficio de cualquier religión, incluida la católica.
Ahora, bajo la mirada del Papa Francisco, finalmente se franquearon los muros de agua del estrecho de la Florida y nuevos vientos empiezan a soplar. Cuba y Estados Unidos han reanudado relaciones, poniendo el último clavo en el ataúd de la “Guerra Fría”. Si todo marcha como es de esperarse, entonces Cuba tendrá que abrirse al mundo y el mundo a Cuba, los derechos humanos tendrán su oportunidad y la libertad religiosa podría ser más que un anhelo.
Cierto es que la Iglesia no ha sido el único actor en este drama, pero sin duda su actuación configura una obra maestra. Ha quedado claro que en esta diplomacia el resentimiento, el orgullo y la vanidad no deben tener cabida.
Todavía hay algunas voces que pretenden, de manera inopinada, que la Santa Sede ha traicionado a los católicos cubanos. Nada de eso. Estamos ante el más grande homenaje que pueda darse al sacrificio de muchos y al dolor de no pocos que han sufrido con paciencia por causa del Nazareno, entre los cuales también hay sangre de mártires.
El futuro inmediato se pone interesante; pero de esto nos ocuparemos en próxima entrega.
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