Los católicos debemos colaborar decididamente en la formación de una mejor sociedad, pero lograrlo depende de ser fieles a nosotros mismos. No dependemos de grandes planes, sino del testimonio cotidiano ahí donde Dios nos ponga, conscientes de ser siervos inútiles confiados a su bondad.
Por eso mi corazón se alegra en Raúl González Schmal. Es mi amigo, hermano mayor en la fe y maestro, aunque nunca me haya dado clases. Para mí, es un ejemplo a seguir como católico metido a la vida académica. Raúl es un caballero cristiano en su más franciscano significado. Siempre sonriente, amable. Sus palabras y gestos van cargados de pasión, de sabiduría sin pretensiones, alimentada por su hambre de ser. Es un laico ejemplar y digno hijo de Loyola.
Su testimonio nos habla de un hombre de fuertes convicciones para quien el amor a la Iglesia no depende de opciones políticas, ni de modas ideológicas, sino del amor a Jesús. Su vida ha sido un continuo desmentido para quienes practican un catolicismo a la carta, donde cada quien escoge el plato de su antojo, como una denuncia al enorme daño que produce el catolicismo vergonzante, cobardón, capaz de esconder la identidad bajo sesudos pretextos, acomodaticio y sin sentido de comunión eclesial.
Raúl ha dado grandes batallas por la Iglesia y por México, desde la Universidad Iberoamericana y el IMDOSOC. Ha sido siempre un buen cristiano y un virtuoso ciudadano. Su testimonio es una luz puesta en la ventana para orientar el camino de los peregrinos, a veces, en medio de la noche oscura. De manera especial ante un asunto delicado y necesario.
Sabemos que el Concilio es una bendición para la Iglesia, pero también que el posconcilio fue problemático, entre otras cosas porque hubo quien pensó que diluyendo la fe, la Iglesia se haría más moderna. Se equivocaron. Ese ambiente favoreció que el catolicismo vergonzante y a la carta, se pusiera de moda al grado de autoproclamarse “profético” o “vanguardista”. Entonces, la intolerancia sacó las uñas y cobró sus víctimas. Una de ellas, entre tantas, fue Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco, el jesuita a quien la dirigencia jesuita rechazó, marginó y humilló por no plegarse a la línea oficial. Planes humanos que Dios enderezó.
Quienes amamos a los jesuitas no estamos ciegos. Sabemos que en sus universidades muchos han pretendido una fe descolorida, justificados en un catolicismo vergonzante con disfraz contestatario. Al final, se metieron en un laberinto de confusiones del cual no es sencillo salir.
No sólo los jesuitas, todos como Iglesia debemos reflexionar con serenidad en lo sucedido en aquellos años, para recuperar la identidad y superar ese lastre del catolicismo descafeinado, que afecta al anchísimo espectro eclesial. No podemos evadir preguntas, a riesgo de repetir errores. ¿Qué llevó a los jesuitas a rechazar a Bergoglio, como a otros a condenar a Monseñor Romero? La presencia de Francisco indica que las confrontaciones ideológicas carecen de sentido y sólo atavismos estériles las sostienen. Francisco es la más clara respuesta para la Iglesia Universal, desde la eclesialidad latinoamericana. La realidad es más fuerte que la ideología.
Ahora, cuando el Concilio da fruto en abundancia y la confrontación ideologizada deja paso a la esperanza, el recio testimonio de Raúl se agiganta. Decía Chesterton que “cada época es salvada por un puñado de hombres, que tienen el coraje de ser inactuales”. Raúl es de esa estirpe de cristianos.
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