Quiero compartir algunas inquietudes sobre los jesuitas, ahora que llevan a cabo su Congregación General 36, en la cual ya eligieron como Superior General al venezolano Padre Arturo Sosa.
Mis reflexiones nacen del inmenso cariño que les profeso, como simple católico de a pie. No fui alumno en sus colegios, aunque sí he dado clases en la Ibero en distintas ocasiones. Participé en sus comunidades de universitarios, donde gocé de los ejercicios espirituales en varias ocasiones, pilar de mi formación espiritual.
Así comprendí que los ejercicios son el factor decisivo de su identidad. Al jesuita no se le conoce por su posición política, contra lo que piensa la conseja opinocrática, sino por su espiritualidad, por su capacidad de discernimiento y entrega amorosa al servicio de la gente y de la Iglesia. Ante la elección de un General latinoamericano y el curso de la Congregación, me vuelve a inquietar la contradicción que ha caracterizado a los jesuitas de la Patria Grande durante las últimas décadas.
Por un lado, me sorprende la falta de identidad católica de algunos de sus miembros, de la cual incluso parecen avergonzarse. Suele expresarse como una tendencia al intelectualismo, falta de comunión con la Doctrina Social de la Iglesia y asimilación acrítica de la agenda política de “las izquierdas”, sobre todo en materia de vida, familia y matrimonio. También se manifiesta en un criticismo contra los obispos y un rechazo visceral al magisterio de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Me cuesta trabajo entenderlo pues esto no habla de una inteligencia viva, tan propia de los jesuitas, sino de un prejuicio militante que provoca el aplauso fácil e interesado de los sectores anticatólicos, así como ausencia de comunión con los laicos del común. Es característico que, cuando los jesuitas asumen esta posición, se tornan solemnes y aburridos.
Por otro lado, contrasta con la profunda experiencia humana y de comunión eclesial que se vive al charlar con sus misioneros, con quienes se dedican a la obra social, a la dirección espiritual o viven su compromiso educativo con sobrada dedicación. Entonces emerge su fino sentido del humor, el tiempo se relaja y la inteligencia fluye sin considerar tiempo, ni espacio. Ellos son capaces de invertir más de treinta años en traducir la Biblia al tzeltal de Bachajón, formar parte del equipo de traductores de la magna obra de Derecho Canónico indiano de Pedro Murillo Velarde, gran jurista del siglo XVIII, o simplemente perder el tiempo charlando con la gente.
Me cuesta trabajo entender esta contradicción. Tal vez se deba a que, en la historia de la Iglesia, la inteligencia nunca ha nacido de consignas ideológicas, sino del cotidiano trabajo pastoral. No existe santo, ni doctor de la Iglesia, que no haya sido también un pastor generoso y apasionado, empezando por san Ignacio. En la historia de los jesuitas, esta inteligencia ha brotado del paciente trabajo de discernimiento espiritual el cual, poco a poco, se transforma en acción contemplativa, hasta derramarse en su fino sentido del humor. Pongo de ejemplo al beato Miguel Agustín Pro.
Esta contradicción ha lastimado a no pocos jesuitas en las últimas décadas. El mejor ejemplo lo encontramos en Jorge Mario Bergoglio, el jesuita que los jesuitas no quisieron. Bergoglio, como director espiritual, párroco, rector del Colegio Máximo y provincial en su natal argentina prefirió la inteligencia que nace del trabajo pastoral, al intelectualismo politizado. Por esta razón fue atacado y condenado al ostracismo. Nunca esperaron verlo convertido en obispo, arzobispo, cardenal y, mucho menos, en Papa.
Los caminos de Dios son insondables. La piedra que los arquitectos desecharon desde sus cubículos, ahora es la piedra angular de la Iglesia, el sucesor de san Pedro. Un Papa profundamente jesuita que está consolidando el rumbo de la catolicidad marcado así por el Concilio Vaticano II, como por sus predecesores en el ministerio petrino. Al parecer, según diversos testimonios publicados, el nuevo General comparte con El Papa Francisco el mismo formador, cuyo nombre es Ignacio de Loyola.
En un hecho insólito, El Papa Francisco se encontró con los jesuitas justo después de la elección del Padre Arturo Sosa y antes de empezar sus trabajos de deliberación que darán rumbo a sus esfuerzos en los años por venir. Su mensaje fue profundo y muy sencillo. Como hijo de Loyola y sucesor de san Pedro, tan sólo les pidió ser auténticamente jesuitas, en comunión con la Iglesia y con el Papa.
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