Se cuenta en “Los dichos de los Padres del Desierto”, libro que todo cristiano debería leer por lo menos una vez en su vida, que un día abbá Pambo fue en busca de abbá Antonio –nuestro famosísimo san Antonio abad (251-356)– para preguntarle:
–“¿Qué debo hacer?”
Le respondió San Antonio:
–“No confíes en tu justicia, ni te preocupes por las cosas del pasado, y contén tu lengua y tu vientre”.
Y esa fue toda la respuesta –los anacoretas, como se sabe, eran hombres y mujeres de pocas palabras–, como si, para el santo anciano, con sólo hacer eso fuese más que suficiente.
“No te preocupes por las cosas del pasado”. ¿Qué quiso decir con tales palabras? ¿Que no es prudente vivir de recuerdos? ¿Que es preciso vivir la vida bien anclados en el minuto actual y sin demasiados miramientos hacia lo que ya pasó, o qué exactamente? Sin embargo, algo nos dice que la respuesta de abbá Antonio iba más allá de esto, o que, si se puede decir así, su consejo apuntaba mucho más lejos.
Supongamos, por ejemplo, que un hombre ha dicho en tono confidencial a uno de sus amigos algo que nunca debió haber dicho, porque se trataba de un secreto que de ninguna manera tenía derecho a revelar. Pero ya lo dijo; por desgracia, abrió la boca. ¿Qué puede hacer ahora para recoger sus palabras? ¡Nada, absolutamente nada! Ya no le es posible llamar a su confidente para decirle: “Mira, borra de tu memoria, por favor, cuanto te acabo de contar. He cometido una imprudencia confiándote algo de lo que no tenías derecho a enterarte”. Sí, claro, es verdad que puede hacerlo, pero de allí a que aquél haga una labor de limpieza de la memoria, por decirlo de algún modo, hay un océano de distancia. Lo dicho, dicho está.
Bien, ya lo dijo. ¿Y qué va a hacer ahora que ha caído en la cuenta de su metedura de pata? ¿Atormentarse toda la vida por su indiscreción? ¿Pasarse los días, los meses y los años abofeteándose a sí mismo en gesto de arrepentimiento y desagravio? Puede, en efecto, hacerlo, pero no es esto lo que le aconsejaría abbá Antonio. Éste, dado el caso, le diría lo mismo que dijo en su momento a abbá Pambo: “No te preocupes por las cosas del pasado”. Y agregaría, tal vez: “Ya lo dijiste, ¿no? ¡Ojalá nunca hubieras abierto el pico, pero ante esto ya no hay nada que hacer! Bueno, ahora pide perdón a Dios por tu mala acción y, si puedes, humíllate también ante el amigo traicionado, y pasa de una vez por todas a otra cosa. Las obsesiones que hacen que uno se sienta siempre triste y abatido no pueden venir más que del diablo”.
¡Y admírese usted! Acerca de este asunto, San Serafín de Sarov (1759-1833), el santo ruso, era del mismo parecer; también él creía que, cuando uno peca, debe pedir perdón humildemente y a toda prisa, como quien huye de un monstruo especialmente feroz, soltarse de las garras del pasado. En una de sus Instrucciones espirituales enseñó lo siguiente:
“Durante toda nuestra vida no hacemos más que ofender la majestad de Dios. En consecuencia, debemos humillarnos ante Él, pidiendo perdón por nuestras faltas.
“Ahora bien, un hombre, caído después de haber estado en la desgracia, ¿puede levantarse al instante? Sí. Ejemplo: un anacoreta que va a sacar agua de la fuente encuentra allí a una mujer con la que cae en pecado. De regreso a su casa, dándose cuenta de la falta cometida, él continúa viviendo, sin embargo, como asceta, pese a los consejos del Maligno, que trataba de alejarlo de su camino bajo el pretexto de que había pecado. Dios hizo conocer este caso a un Anciano y lo envió a congratular al anacoreta por su victoria sobre el demonio”.
Y concluye San Serafín: “Cuando nos arrepentimos sinceramente de nuestras faltas volviéndonos a Nuestro Señor Jesucristo de todo corazón, Él se regocija e invita a la fiesta a todos los espíritus amigos, mostrándoles el dracma recuperado.
“No dudemos entonces en volvernos hacia nuestro misericordioso Señor, sin entregarnos ni a la inquietud ni a la desesperación. La desesperación hace más grande el goce del demonio. Es éste el pecado mortal del que habla la Escritura (Cf. 1 Juan 5, 16). La contrición consiste, entre otras cosas, en no recaer en el mismo pecado”.
En otras palabras, lo que Dios quiere de nosotros no es el remordimiento, sino el arrepentimiento. El remordimiento consiste en torturarnos a nosotros mismos con el recuerdo de lo que pasó, haciéndonos decir:
–¡Oh, qué desconsiderado soy! ¡Y qué perro! Conmigo no hay remedio. ¡Estoy perdido! Y, además, no merezco el perdón. Dios no perdona a sujetos como yo.
Cuando un hombre se limitara a quejarse de esta manera, pero sin tomar las medidas pertinentes al caso, no podemos decir que esté arrepentido. Todo lo más, está dolido en su amor propio.
El arrepentimiento consiste en otra cosa: en darse cuenta de que uno ha pecado, pedir perdón a quien haya que pedírselo, hacerse el propósito no volver a tropezar con la misma piedra y dejar atrás lo que ya pasó, sin tristeza y mucho menos sin desesperación.
Arrepentimiento, sí; remordimientos, no.
¡Dichosa sabiduría la de los santos!
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