En días pasados celebrábamos la memoria de este gran doctor de la Iglesia San Agustín; pero, ¿quién fue San Agustín?
Él vivió entre el año 354 a 430 de la era cristiana; y los datos que tiene a su alcance autobiográficos los encontramos en ese espléndido libro, que toda persona de buena voluntad, a decir San Juan XXIII, tendría que leer, y me refiero a “Las Confesiones”, que se componen de 13 libros. Los primeros 9 libros hablan de la vida de Agustín de 354 al 387; el libro décimo habla del año 400, y del libro 11 al 13, es la interpretación del Génesis.
Pero lo que quiero rescatar de San Agustín es que fue un hombre que, cuando leyó a Cicerón a los 19 años, desde ese momento empezó su búsqueda por la verdad. Imagínense ustedes a un joven de 17 años buscando la verdad y no la riqueza, el poder, la fama, el prestigio, el audi, el dinero…
Pero el problema es que en aquel tiempo había diferentes corrientes filosóficas, en el epicureísmo, el máximo placer y el mínimo dolor. Hoy, aunque muchos no sepan qué es el epicureísmo, muchos viven en el placer sensible: en el alcohol, en las relaciones fuera del matrimonio y en la droga.
Lamentablemente esto le pasó a San Agustín. Lo que hizo fue que tuvo un hijo en su juventud, a los 19 años, como fruto de este placer. También pasó por el estoicismo, el máximo dolor y el mínimo placer, porque contemplaba Jesús que moría por nosotros, el máximo dolor.
Pero lo que le apasionó a Agustín fue enfrentar el problema del mal, porque él se preguntaba: “¿Qué es el mal?, ¿quién origina el mal?” Y lo encontró en esta corriente ecléctica que se llama maniqueísmo, que se remonta a la religión de Zoroastro, del siglo V a.C., donde se afirma que hay dos principios ordenadores: el bien y el mal. Así salvaba Agustín el problema del mal: si hay dos divinidades, un Dios malo y un Dios bueno, el hombre ya no tiene una imputación sobre sus actos; entonces, cada quien podía hacer lo que quiera, y la culpa la tenía la divinidad mala.
Pero esto no satisfacía el alma de Agustín, y con las insistentes lagrimas de su mamá Mónica, que lloraba por la conversión de su hijo para que encontrara la respuesta en la fe cristiana, alguien lo convenció: un hombre inteligentísimo, que tendría que ser Patrono de los Obispos, y me refiero a San Ambrosio.
Un día, estando en Milán, él había visitado una casa, una escuela de retórica, y escuchó un sermón de Ambrosio. Eso suscitó en aquel joven Agustín el inicio de su conversión. Tal y como lo narra en el libro 9 de “Las Confesiones”, con su amigo Alipio estaba precisamente en un retiro; pero él lloró muchísimo sus pecados, y al final, convencido de encontrar la respuesta en la fe cristiana, fue bautizado como Alipio y Adeodato en la Vigilia de Pascua del año 387.
Ojalá, como Agustín, nosotros busquemos la verdad.
@voxfides
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