San Josemaría: Un enamorado de Dios y de la Virgen de Guadalupe

En mayo de 1970, San Josemaría Escrivá de Balaguer vino a México, acompañado del Beato Álvaro del Portillo y de Monseñor Javier Echevarría, actual Prelado del Opus Dei. Desde hacía muchos años, tenía enormes deseos de pasar largos ratos rezando el Santo Rosario y orando en La Villa ante la venerada imagen de Nuestra Señora de Guadalupe.

Monseñor Escrivá solía invitar a numerosas personalidades eclesiásticas del mundo entero, que lo visitaban, para conversar y almorzar en la Sede Central de la Obra en Roma. En una de las muchas ocasiones en que invitó al entonces Cardenal Primado de México, Monseñor Miguel Darío Miranda, con quien le unía una gran amistad, le externó su ferviente anhelo e ilusión de venir a conocer a “La Morenita del Tepeyac”. Mons. Escrivá de Balaguer le confesó: “-Tengo tantas ganas de ir a rezarle a la Guadalupana, que cuando esté delante de Ella, no me sacarán del Santuario ni con una grúa”. Y Mons. Miranda, con su característica chispa y buen humor, le respondió de inmediato: “-Pues, le aseguro, que no seré yo quien mande llamar la grúa, Monseñor”.

Del 16 al 24 de ese mes de mayo, en una discreta tribuna superior de la antigua Basílica, para no llamar la atención, con la compañía de sus compañeros de viaje y otros miembros del Opus Dei, tuvo por fin la dicha de orar ante la Virgen de Guadalupe, en una intimidad completa y confiada. Desde un principio comentó que venía a México a pedirle a la Señora por la Iglesia entera, por el Papa y por el Opus Dei.

En La Villa se pasaba las horas rezando, día tras día, de aquella Novena, y en otras ocasiones. Su mirada la ponía muy fija y suplicante hacia Nuestra Señora. Algunas veces se dirigía a Ella, en voz alta, con plena confianza filial. Le decía: “Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo –que no soy nada, que solo no puedo nada– me atrevo a ofrecerte muchas almas, oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tiempos, decididas a entregarse a tu Hijo, y al servicio de los demás, para llevarlos a Él”. Y continuaba pidiéndole: “-Madre mía, hazme niño, para que pueda yo estar en tus brazos y me puedas apretar contra tu corazón”.

Después se quedó un mes más en México, haciendo una profunda catequesis con grupos pequeños o de miles de personas. Cierto día, en la casa de convenciones de “Jaltepec”, situada a orillas de la Laguna de Chapala, dirigió sus palabras a unos sacerdotes. Al terminar, se retiró fatigado a una habitación, porque habían sido días de intenso trabajo y de numerosos encuentros con personas de todas las clases y condiciones sociales: mujeres y hombres, sacerdotes y laicos, jóvenes estudiantes y profesionistas.

En aquel cuarto donde descansó había un cuadro de la Virgen de Guadalupe dándole una rosa a San Juan Diego. San Josemaría le dijo a quien le acompañaba: “-Así querría morir: mirando a la Santísima Virgen, y que Ella me dé una flor”.

Casi cinco años después, la mañana del 26 de junio de 1975, tuvo un breve encuentro con mujeres de la Obra, en una casa de convenciones, en Castelgandolfo, localidad situada a pocos kilómetros de la Ciudad Eterna, y les comentó: “Me imagino que (…) de todo sacáis motivo para tratar a Dios y a su Madre bendita, Nuestra Madre, y a San José (…)”. También les animó a rezar con generosidad y a querer mucho a la Iglesia y al Papa, que en ese tiempo como ahora, hace tanta falta.

Regresó a Roma, al filo del mediodía, y se dirigió a su oficina para despachar algunos asuntos de trabajo con Mons. Álvaro del Portillo y Mons. Javier Echevarría. Al entrar a la habitación, como era su costumbre, miró con cariño a la imagen de la Virgen de Guadalupe que tenía ahí. En ese momento, su corazón súbitamente dejó de latir y cayó desplomado. El Señor había  escuchado su plegaria: contemplar con afecto, por última vez en esta tierra, a Santa María de Guadalupe, que Ella le diera una flor, un beso, y se lo llevara al  Cielo.

Así concluía la vida de este santo sacerdote profundamente enamorado de Dios y de la Santísima Virgen María, que a partir del 2 de octubre de 1928, no tuvo otro afán en su vida, que sacar adelante un deseo expreso del Señor:  el Opus Dei (del latín, la Obra de Dios) y con un claro mensaje fundacional consistente en que todas las personas, por el sólo hecho de estar bautizadas (mujeres y hombres, casados y solteros, sacerdotes y laicos, jóvenes y mayores), absolutamente todos están llamados a la santidad en medio del mundo, si ofrecen a Dios -de la mejor manera posible y bien acabados- sus estudios, sus actividades profesionales y los más diversos quehaceres cotidianos, familiares y sociales. Y, como fruto de esas relaciones humanas, acercar a muchas almas al Señor, a través de una labor apostólica incesante, y toda esa existencia ordinaria, atravesada por el nervio del amor de Dios.

El 6 de octubre de 2002, San Juan Pablo II lo canonizó en la Plaza de San Pedro, en Roma, ante la asistencia de muchos miles de peregrinos provenientes de los cinco continentes, y determinó que su fiesta universal se celebrara el 26 de junio. Al día siguiente, en la Misa de Acción de Gracias por ese trascendental suceso en la vida de la Iglesia, precisamente en una fiesta mariana, Nuestra Señora del Rosario, el Romano Pontífice calificó a San Josemaría, como “el santo de lo ordinario”.

 

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