En el corazón del “Año de la Misericordia”, el domingo 4 de septiembre, el Papa Francisco declarará santa a Teresa de Calcuta. De alguna forma resulta redundante tal reconocimiento oficial. El pueblo cristiano estaba convencido de que esta egregia mujer goza de la visión de Dios desde el momento de su muerte, y existe además un gran consenso, independientemente de la religión que se profese, en lo que se refiere a la ejemplaridad de su vida y al benéfico influjo de su obra en la humanidad.
En efecto, la nueva santa no sólo ha predicado la misericordia, sino que la ha encarnado en su propia vida y, quizá más importante, ha enseñado a muchas personas a hacer de la misericordia la razón de ser de su vida; es decir, no una actividad más entre otras, sino el núcleo de la propia existencia, la meta de la propia actividad. Ha abierto un camino en la tierra, un modo de vivir la fe y de identificarse con Cristo mediante la práctica de la misericordia. Muchas personas lo han seguido. De hecho, y es un motivo de esperanza en medio de un mundo donde raramente se escuchan buenas noticias, ese camino no ha parado de crecer. A 19 años de su partida, las Misioneras de la Caridad han crecido en todos los aspectos. De 3,914 religiosas que había en 1997, ahora son 5,161. De 594 casas han pasado a 758. Su labor se ha extendido de 120 países a 139.
No es mi intención hacer un panegírico de la nueva santa. No lo necesita. Los frutos de su vida y de su obra están patentes a nuestros ojos y ante los ojos de muchos, aunque a algunos les pese e intenten empañar la limpidez de su figura. En realidad busco resaltar el poder transformador de la realidad que brota de la contemplación. En efecto, para algunos la piedad, la religión resultan obsoletas, poco prácticas, no compaginables con el mundo real en que vivimos. Teresa de Calcuta, no por la vía de la teoría, sino de la experiencia y de la vida, nos muestra todo lo contrario (nuevamente, “Fray Ejemplo es el mejor predicador”).
La heroicidad y dureza de su vida y de la vida de las Misioneras de la Caridad está fuera de duda. La impresionante labor realizada por ellas también. ¿De dónde ha brotado la fuerza necesaria para realizar toda esa labor, para ser capaz de tal abnegación? Del amor a Jesucristo. Lo resume así sor Mary Prema, actual superiora de las Misioneras de la Caridad: “Toda su vida la dedicó a hacer feliz a Jesús y a consolar su dolor”.
Es conocida la anécdota de la periodista que entrevistaba a la santa mientras atendía a un leproso. En un momento exclamó la primera: “Esto no lo haría ni por un millón de dólares”, a lo que Teresa replicó: “Yo tampoco, lo hago por Cristo”. El amor a Jesucristo, fruto de la contemplación, ha renovado la dura faz de esta tierra y ha derramado un bálsamo de amor y esperanza en aquellos que el mundo descarta y desprecia.
Al celebrar su canonización viene muy bien una reflexión de san Bernardo: “¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación? ¿De qué les sirven los honores terrenos, si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente su Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta, confieso que, al pensar en ellos, se enciende en mí un fuerte deseo”.
¿Por qué Francisco declara santa, precisamente ahora, a Teresa de Calcuta? No es aventurado afirmar que busca encender en nosotros esos deseos de los que hablaba san Bernardo. Deseos de imitarla, de seguir su camino, de hacer de la misericordia la impronta de nuestra vida.
No todos tienen la gracia de la vocación y la fortaleza necesaria para formar parte de su congregación. Pero todos podemos seguir su consejo de “una sonrisa y hacer las cosas ordinarias con un amor extraordinario”, y de recordar que “hay siempre esperanza de hacer de la propia vida algo bello”, por ejemplo, sirviendo a los demás.
@voxfides
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