Sexo, mucho y del bueno

En días pasados asistí a la obra de teatro con el sugestivo título “Sexo, Sexo, Sexo, el musical”, del dramaturgo Sergio Álvarez. Una obra valiente, imaginativa y de excelente factura, desarrollada por jóvenes actores llenos de talento.

Es curioso. Dice el lugar común que los católicos le tenemos miedo al sexo. Sin embargo, mientras más cercanos estamos a la Iglesia, más reflexionamos al respecto y más platicamos con nuestros hijos sobre sexualidad. La verdad es que nos encanta el sexo, lo practicamos con dedicación y delectación. No hemos perdido el buen humor al respecto –tan escaso en estos días–, tenemos la tasa de natalidad más alta, somos las parejas adoptantes más asiduas y tenemos los matrimonios de más larga duración.

¿Cómo se logra “exxo sin sexo”? No hay modo. Que seamos discretos es otro asunto. Puesto que no lo presumimos, lo gozamos. No estoy planteando una hipótesis, sino expresando una realidad que he observado a lo largo de mi vida eclesial.

Lo que hace diferentes a los católicos es que no nos tragamos la cultura que hace del sexo una mercancía, legal o ilegal, da lo mismo, porque convierte a las personas en objetos de uso y desecho. El sexualismo es un vehículo de cosificación perfecto, pues apela al más básico de nuestros instintos, como es la reproducción de la especie; pero sin reproducirla. ¡Pingüe negociazo!

La sexualidad está en crisis y pocos se atreven a comentarlo. ¡Es tan políticamente incorrecto decirlo! Su instrumentalización se adorna con un inmenso aparato propagandístico que daría envidia a Goebbels. Hoy se presume de hipersexualidad, cuando en realidad se trata de una sexualidad insatisfecha en grado tal, que es necesario practicarla compulsivamente, o por lo menos presumirlo.

El origen de semejante crisis no encierra mayor misterio: Donde falta amor, libertad y responsabilidad; donde está ausente el sentido de entrega, donde eros que es pasión, no se acompaña de ágape que es donación, la sexualidad se estropea, porque se convierte en un juego narcisista. No vivimos una época de libertad sexual, mucho menos de libertinaje, sino de sexualidad frustrada. Cabe el viejo dicho: “dime de qué presumes y te diré de qué careces”.

La obra de teatro que provoca estas reflexiones trata este problema sin anestesia y con fino sentido del humor. Aborda sin moralismos, ni moralinas, que es mejor, las situaciones cotidianas de la sexualidad que enfrentan los jóvenes, en un contexto social donde la familia empieza a brillar por su ausencia. Con sencillez presenta el dilema de nuestros días: la sexualidad se integra a nuestra persona con dignidad, o nos conduce a la frustración y la soledad.

Es necesario volver a humanizar nuestra sexualidad mostrando su belleza, como la aventura que es, en la cual crecemos gradualmente, paso a paso, donde aprendemos a formar comunidad con nuestra pareja. Por eso mismo, empieza su etapa de plenitud sólo cuando afirmamos un compromiso “hasta que la muerte nos separe”. No importa cuántas veces reguemos el tepache. Dios siempre hace nuevas todas las cosas y en Él siempre hay una nueva oportunidad.

Los católicos, aquí y ahora, estamos llamados a ser un escándalo frente al marketing del hipersexualismo. No porque seamos esclavos de prejuicios, sino por la libertad con que deseamos vivir nuestra sexualidad a lo largo de una vida plena de donación, y no frustrada por ratitos de autocontemplación en el vacío espejo de Narciso.

 

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