Sobre el Padre Nuestro (12) La actitud más peligrosa

Dios podrá perdonarnos si nosotros nos encomendamos con el Padre Nuestro.

1)  Para saber

Se cuenta que en cierta ocasión el demonio acusó a Dios de injusto: “No hay derecho. Yo te ofendí una vez y estoy condenado para siempre. En cambio, los hombres te ofenden miles de veces y miles de veces, y siempre, les perdonas”. Ante esa acusación Dios simplemente le preguntó: “Y tú, ¿acaso me has pedido perdón alguna vez?”

El papa Francisco dedicó ahora su catequesis al perdón que pedimos en el Padre Nuestro: “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Después de pedir el pan de cada día, ahora pedimos el perdón, también cada día. Necesitamos ambas cosas.

Hemos de reconocer que muchas veces nuestro actuar no corresponde a la Voluntad divina. Hay pecados de pensamiento, de palabra, de obra y de omisión, como reconocemos al empezar cada santa misa. Pues la actitud más peligrosa de toda vida, dice el papa, es la soberbia que nos hace creer que somos perfectos, que no tengo nada de qué arrepentirme. El soberbio cree que hace todo bien y por eso critica a los demás.

2)  Para pensar

En una ocasión un exprisionero de un campo de concentración nazi fue a visitar a un amigo que había compartido con él tan penosa experiencia.

Tras saludarse como hermanos, la conversación recayó sobre los recuerdos de la injusta prisión, el horror y crueldad de los guardias. El visitante le preguntó a su amigo: “¿Has perdonado ya a los nazis?” Su amigo le contestó: “Pues no. Aún sigo odiándolos con toda mi alma”. Su amigo le dijo apaciblemente: “Entonces, aún siguen teniéndote prisionero”.

Es preciso perdonar para romper con el lazo del resentimiento que no nos deja estar en paz.

3)  Para vivir

Contaba el papa Francisco que había una vez un convento de monjas, siglo XVII, en la época del jansenismo: eran perfectísimas y se decía que eran purísimas, como los ángeles, pero soberbias como demonios. Aunque la soberbia no se ve, es algo muy feo, hace suponer que somos mejores que los demás. Pero ante Dios todos somos pecadores como escribe San Juan: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 8).

Ante Dios siempre somos deudores, por lo mucho que hemos recibido: la existencia, un padre y una madre, la amistad, las maravillas de la creación… Y porque todo aquello que hacemos, incluso amar, lo hacemos con la gracia de Dios. Ninguno de nosotros brilla con luz propia. Es lo que se le conoce como “el misterio de la luna”, referido tanto a la Iglesia, como a cada uno de nosotros: Así como la luna no tiene luz propia, pues refleja la del sol. Así tampoco nosotros tenemos luz propia, sino reflejamos la luz de Dios. Amamos, porque hemos sido amados; perdonamos, porque hemos sido perdonados.

Ninguno ama tanto a Dios como Él nos ha amado. Basta ponerse ante un crucifijo para comprender la desproporción: Él nos ha amado y nos ama siempre a nosotros primero. Por ello, el papa nos anima a no dejar de mirar a Cristo en la Cruz, para que su amor purifique todas nuestras vidas y nos libre del orgullo de pensar que somos autosuficientes. Así, la gracia de la resurrección de Cristo transformará totalmente nuestra vida.

 

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