Un amigo mío sacerdote me decía hace poco –entre los vapores del café que hervía en nuestras tazas– que no se debe temer la muerte; que morir es un acto de abandono en las manos de Dios: un acto mediante el cual, al final de nuestra vida, entregaremos al Señor nuestro espíritu, y que debemos esforzarnos por realizar esta última acción con amor y humildad; que la muerte es una puerta y un trampolín que nos lanza al más allá, etcétera…
Yo lo escuchaba asintiendo con la cabeza, pero, en el fondo de mí mismo, no estaba aún convencido del todo. Sí, la muerte es una llamada, yo lo sé –¿cómo no voy a saberlo?–, y también un acto de abandono, como decía mi amigo; pero, ¿cómo no temerla?, ¿cómo quedar impávidos ante ella?, ¿es que los cristianos estamos hechos de palo?
En “Diálogos de carmelitas”, la hermosísima pieza teatral de Georges Bernanos (1888-1948), aparece una religiosa que todos los días de su vida, sin excluir uno solo, ha pensado en la muerte para intentar domesticarla.
Por las mañanas, a la hora de laudes; por la tarde, a la hora de vísperas; por la noche, a la hora de completas; por la madrugada, a la hora de maitines, la buena religiosa se ponía en las manos de Dios y le entregaba espiritualmente su vida y su alma. Pero cuando llegó el momento de morirse de veras, es decir, de pasar de la teoría a la práctica, ¡cómo gritaba y se removía en el lecho! Se agitaba, temblaba de pavor y, a la hora de los estertores, confesó así a una de sus hermanas: “He meditado sobre la muerte cada hora de mi vida y veo que no me ha servido de nada”.
En el fondo, y a pesar de todo, la pobre religiosa seguía teniendo miedo. Un miedo espantoso, brutal. Pero no la condenemos tan precipitadamente, pues, pensándolo bien, ¿quién no iba a tenerlo? ¿Quién, en su caso, no habría hecho lo mismo que ella?
Mientras escribo estas líneas, pienso en las veces en que también yo he intentado esta labor de domesticación, diciéndome a mí mismo que la muerte no es sino esto y lo otro. ¡Pero no se puede! ¿Cómo dulcificar lo que es por naturaleza amargo? “Una muerte muy dulce”: así tituló irónicamente Simone de Beauvoir (1908-1986) uno de sus libros, aquel en el que hablaba, precisamente, de la agonía de su madre; irónicamente, sí, porque no hay muertes dulces. La muerte es la muerte, y ésta es y será siempre violenta y triste.
“¿No las hay?”, me preguntará alguien. “¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? ¿Es que no tiene usted fe?”. A ése yo le responderé recordándole un pasaje de los evangelios, aquel que se sitúa en el Huerto de los Olivos. Ante la cercanía de su muerte, ¿Jesús no sudó sangre? Y cuando hablaba de la hora en que tenía que abandonar este mundo, ¿no confesaba a sus íntimos estar sintiendo una angustia mortal? Les dijo: “He venido a traer fuego a la tierra ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio mientras llega!” (Lucas 12, 49). ¡Se necesitaría ser una piedra para contemplar impertérritos nuestra propia desaparición, por lo menos en este mundo!
En una página espléndida escrita por Michele Federico Sciacca (1908-1975), el filósofo italiano, hay una distinción entre vencer la muerte y temer la muerte, que no puedo dejar de mencionar aquí, ahora que me he puesto a divagar sobre este asunto. “Aceptar la muerte –escribió en una de sus obras más importantes–, vivir serenamente en su presencia y dispuestos a morirla, significa vencer y no perder el miedo a ella, que nunca se pierde. El miedo a la muerte pertenece a la naturaleza misma de la vida… Enfrentarse conscientemente con un riesgo –y la muerte es el riesgo absoluto– no significa perder el miedo que este riesgo implica ni dejar de pensar en el peligro, sino tener el valor por encima de todo para enfrentarse con el peligro”.
¡Así las cosas cambian! ¡Y cambian radicalmente! El cristiano no es que no tenga miedo: es que tiene una confianza y una serenidad que le han nacido de la fe en Alguien que es más grande, infinitamente más grande, que la muerte y que su miedo (miedo que, por otra parte, siempre estará allí, acechándolo como un león).
Así pues, el que diga no tener miedo a la muerte, o es un mentiroso o es un despistado que aún no ha caído en la cuenta de lo que le espera. En el fondo, no hay quien no tema a la muerte; y, sin embargo, se puede morir serenamente, confiadamente, a pesar de todo; y esto, en el lenguaje de nuestro filósofo, es lo que significa imponerse a ella, es decir, vencerla. Y la vencemos cuando, dando un paso adelante, aunque nos tiemblen las corvas, la aceptamos con esa humildad de la que hablaba mi amigo.
Dios no me pide que no la tema; me pide, simplemente, que avance hacia Él cuando escuche su voz, cuando lo oiga decir mi nombre y lo vea extender sus brazos hacia mí.
La valentía, cristianamente entendida, no es aquella virtud que nos hace no temblar, sino aquella que me impele a hacer, aun temblando, lo que tenemos que hacer. ¡He ahí la diferencia!
Para Aristóteles (384-322 a.C.), el filósofo griego, la andreía, es decir, el valor, es aquella virtud que nos hace sacrificar nuestros temores en vista de un propósito superior. ¡No es que el hombre valiente no tenga miedo! Es que, aun con su miedo, sigue siendo tan dueño de sí mismo, que puede mantenerse sereno incluso ante el mayor de los peligros.
O, si esto no quedara claro, está también lo que dice Henri Bergson (1859-1941): “Valor no es la imprudencia del niño que penetra inconscientemente en la cueva de un león, sino el del padre que, temblándole las piernas, entra a la cueva a buscarlo”.
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