El atentado de Orlando nos ha dejado, una vez más, sin aliento. El fantasma del terrorismo, del miedo, no parece ceder ni perdonar incluso a los países más poderosos del mundo, como lo son Estados Unidos, Francia o Rusia. Pero el ataque perpetrado contra la disco gay tiene su “originalidad”, pues aúna a la violencia terrorista, de corte religioso y fundamentalista, el explosivo ingrediente “homofóbico”. Va en contra de un grupo especialmente sensible e influyente dentro de la población, lo que garantiza un impacto y una difusión aún mayores para la tragedia. Efectivamente, en teoría “todos somos iguales”, pero también “todos sabemos” que si dirijo mi blanco hacia algunos sectores de la población, el eco mediático del atentado será mayor.
En realidad no se trata de una novedad. Las frecuentes masacres en Siria, Irak o Nigeria ya ni son noticia; tristemente nos hemos acostumbrado a la crueldad, el sadismo y el desprecio de la vida humana. Mucho más relevancia cobran los ataques a los países desarrollados como Francia y Estados Unidos, y dentro de ellos, atacar al colectivo gay aumenta exponencialmente la alarma, el miedo, la noticia en todo el mundo. Es este sentido, el atentado de la madrugada dominical sí ha sido novedoso, convirtiendo a la minoría homosexual en un objetivo especialmente “apetitoso” para todo aquel revoltoso que quiera hacerse notar.
Cabe suponer, sin embargo, que el objetivo del atentado junta los criterios de “eficacia terrorista” (es decir, notoriedad, estar en la boca de todos), con los religiosos. Se trata de un blanco elegido, a la par, con criterios mediáticos y confesionales. Quizá una anécdota lo pueda ilustrar. Hace años, viviendo en Roma, tomaba habitualmente el tren que todos los viernes se llenaba de innumerables musulmanes que, piadosos, acudían a la mezquita. Uno de mis compañeros sabía hablar árabe y entabló amistad con un egipcio llamado Ahmed, que trabajaba en Roma para mantener a su familia, pero que no quería llevar a su familia a Europa. ¿Cuál era el motivo? “Que los europeos habían abandonado a su Dios y no quería que eso le sucediese a su familia”. Quería preservarlos inmunes del germen secularista, manteniéndolos en un clima religioso, a pesar de tener que vivir lejos y de que ellos no gozasen de las comodidades propias de Occidente. Para Ahmed, y con él muchos musulmanes, el abandono de Dios va unido a la decadencia moral, y una disco gay quizá sea –en su mentalidad– el ejemplo emblemático de la inmoralidad, que adquiere carta de ciudadanía en una sociedad profundamente secularizada.
No deja de ser curioso recibir “lecciones de ética” de labios de un terrorista. Ahmed no lo era, todo lo contrario, era un musulmán piadoso que se ganaba honestamente la vida. Pero en la mentalidad de muchos terroristas acabar con Estados Unidos, el cristianismo, y el modo de vida secular de Occidente, se confunden en un objetivo común, y se identifican con el derrocamiento del imperio de satán en el mundo. La lucha armada, el homicidio del inocente cobra, paradójicamente, un cariz moral. Es la versión islamizada del principio erróneo, pero ampliamente aplicado tanto en Occidente, como antaño en los países comunistas, de que “el fin justifica los medios”. La violencia adquiere entonces un valor moral y religioso, busca simultáneamente atemorizar a occidente y castigar sus costumbres más degradantes (siempre, claro está, a los ojos del fundamentalista).
Por nuestra parte no nos queda sino condenar y repudiar tal atentado. Nunca se justifica la violencia contra un grupo determinado, tampoco contra el colectivo homosexual, que merece el reconocimiento pleno de sus auténticos derechos. Este atentado, además de terrorista, puede calificarse también como “homofóbico”. En realidad, esta última palabra no deja de ser insidiosa. Es un neologismo que peligrosamente suele incluir, subrepticiamente, una fuerte dosis de intolerancia y drástica limitación de la libertad de expresión. Muchas veces al que no comulga con todos los preceptos de la ideología LGTB se le tacha de “homofóbico” –no importa que sea homosexual, como Dolce & Gabanna– y se le coloca un sambenito equivalente a una muerte pública. Indudablemente que entonces es abusivo tal uso del término. Sin embargo, nunca ha sido más apropiado que ahora, para referirnos a los tristes y dolorosos hechos de la madrugada dominical.
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