En realidad se trata de la aventura de un valiente que le planta la cara a un dictador sonriente. En una nueva versión de David frente a Goliat, Jordan B. Peterson, psicólogo clínico y profesor universitario, resiste las políticas impuestas por Justin Trudeau. Encarna, al hacerlo, la vocación del intelectual en su más genuina autenticidad: ser una voz crítica en medio del concierto artificial, monótono y provocado de una sociedad anestesiada. Al igual que August Landmesser (el alemán que niega hacer el saludo nazi en medio de una multitud que lo hace), Jordan B. Peterson se niega a secundar lo políticamente correcto en Canadá, país vanguardia en lo que a feminismo, ideología de género y corrección política se refiere, gracias a las políticas liberales de Trudeau.
¿No es exagerado calificar de dictadura a una democracia boyante y primermundista como la canadiense? Quizá sea mejor utilizar el neologismo “dictablanda”, como nueva forma de imponer una férrea ideología. Ha habido un progreso en las actitudes dictatoriales. Ahora sabemos que por la fuerza duran poco y generan mucha violencia. Mejor es imponer las propias ideas de forma que la gente apenas perciba que le están quitando sus libertades y condicionando a comportarse en una forma concreta. Para ello, la presión política viene presidida y acompañada de una férrea campaña mediática, de forma que toda disidencia disonante termina por ser mal vista socialmente. Una vez que se ha conseguido esa apreciación generalizada, el poder político puede terminar de cerrar el cerco en el ámbito legal, y mientras sonríe enarbolando la bandera del progreso, va quitando libertades y derechos a sus ciudadanos.
Y eso es lo que tristemente sucede en la Canadá del carismático Trudeau. Una simple enumeración de hechos lo pone de manifiesto: todos los funcionarios públicos deben realizar una prueba “de igualdad de género pro LGTBIQ+”. Es decir, no podrá haber funcionarios que discrepen de la doctrina oficial impuesta por el gobierno, como sucedía con el nazismo en Alemania o el comunismo en la extinta URSS. El apoyo con fondos públicos a las empresas está condicionado a que firmen respaldando el aborto y el cambio de sexo; es decir, un chantaje con beneficios a la iniciativa privada a cambio de secundar su propia ideología. Una persona pro-vida o pro-familia se convertirá en un paria canadiense, un ciudadano de segunda, clausurados los espacios públicos, limitados drásticamente los privados. El proyecto de Ley 89, recientemente aprobado, permite quitar la custodia a los padres que se opongan a que su hijo cambie de sexo. Pone además, como condición para poder adoptar niños, profesar la ideología de género. Es decir, coloca la autoridad del estado por encima de la de los padres y discrimina a las personas por sus ideas, violando así dos derechos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La radicalidad de la “dictablanda” es tal que controla –algo nunca antes visto, una auténtica novedad dictatorial- el modo de hablar. Con la Ley C-16 las personas ya no pueden hablar como deseen, ahora hay un modo correcto de referirse a las personas transexuales, y el no utilizarlo está penado. Quienes no lo hagan pueden perder su empleo, ser multados, sometidos a tratamientos para “eliminar prejuicios” e incluso ir a la cárcel por “delitos de odio”. China y Arabia Saudita podrían aprender mucho de Canadá.
Y en medio de este vértigo dictatorial, Jordan B. Peterson da ejemplo de civilidad y responsabilidad social, resistiendo a la ley inocua. Su modo de hacerlo es además elegante. No es con gritos ni manifestaciones histéricas, sino invitando a pensar, quitándoles la venda de los ojos a las personas, ayudándolas a que por sí mismas se den cuenta de que, con un lenguaje eufemístico -cual encantadores de serpientes- les han quitado sus derechos. Su resistencia a la Ley C-16, que puede costarle su trabajo universitario, no tiene nada de agresiva ni violenta. Si una persona transexual –ha dicho- le pide tratarla de un modo determinado, él accederá en atención a esa persona. Lo que no tolera es que el estado dicte un modo correcto de hablar, obligando coercitivamente a adoptarlo, “porque la imposición de palabras por ley es inaceptable y no tiene precedentes. Y porque son neologismos creados por los neomarxistas para controlar el terreno semántico. Y no hay que ceder nunca el terreno semántico porque si lo haces, has perdido… ¿Qué pasaría? La narrativa opresor-oprimido se habría impuesto”. Mucho podemos aprender de la resistencia civil, alturada e inteligente de este intelectual.
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