Uno de los capítulos más apasionantes de la historia del pensamiento cristiano se titula “Apologética”, esto es, el arte de proponer la fe como la mejor forma de defenderla. Mientras más diverso y adverso ha sido el ambiente, más se ha desarrollado y mejor ha nutrido la vida pastoral y teológica de la Iglesia.
Sin una vigorosa apologética, la Iglesia vería lastimada su capacidad de comunicación y, por lo mismo, mermaría sus posibilidades de evangelizar. Dada su importancia quisiera compartir algunas ideas.
En una sociedad plural con pretensiones democráticas como la nuestra, la comunicación de las ideas en el espacio público resulta vital para las personas y los cuerpos intermedios de la sociedad a través de los cuales se expresan los ciudadanos. La libre expresión de las ideas no es una concesión de nadie, sino una necesidad para el desarrollo sano de la sociedad.
Frente al hecho de la pluralidad de las ideas, hoy encontramos tres posiciones bien definidas. Una, dominante, enarbola la idea de la corrección política según la cual hay temas que no deben debatirse y ante los cuales cualquier argumento distinto es considerado “disidente” e “intolerante”. Otra, es la reacción defensiva que suele encerrarse en un castillo, cuyos habitantes consideran cualquier salida a campo abierto como una concesión al enemigo, un acto de debilidad. En el fondo es lo mismo que la anterior, pero desde una posición contestataria. De hecho, son posiciones intercambiables y la “corrección” depende mucho de quién ostente el poder en un determinado momento. La verdad y las personas les importan muy poco y prefieren recetar píldoras de ideología para adormecer a la razón.
Si observamos con cuidado, son la forma natural en que se desenvuelven las llamadas “guerras culturales” de hogaño y antaño. Por eso, en el escenario político partidista las podemos observar con claridad. Puesto que el objetivo es sumar puntos a su propia causa, entonces polarizar, dividir y exacerbar los ánimos se considera una necesidad estratégica para diferenciarse del oponente. Es la lógica del pensamiento único, siempre tan puritana, en donde unos son buenos y los otros son malos.
La tercera vía en el debate público consiste en construir puentes de encuentro y diálogo para buscar la verdad, como mejor ruta al bien común. Su impulso despierta la capacidad de raciocinio al grado de reconocer en el otro a una persona pletórica de dignidad, con la cual vale la pena recorrer el camino. Nadie tiene que renunciar a su identidad, mucho menos a su humanidad.
Cuando los cristianos nos contagiamos de la dicotomía partidista, nos metemos en el peor de los escenarios, en especial al abordar temas tan delicados como la familia, la vida, la dignidad personal, la libertad religiosa y la justicia social. Entonces nos tornamos mudos y sordos, porque la polarización ideológica se hace más importante que anunciar el Evangelio. Quedamos divididos entre católicos progresistas, de centro y conservadores. Este virus, al desarrollarse, puede causar la muerte del pensamiento.
Como apreciamos, la tercera vía es la más difícil, pero es la única compatible con la tradición apologética de la catolicidad. Tiene la virtud de ser contagiosa para otros cristianos, agnósticos, ateos y miembro de cualquier religión. Es propiamente católica, pero no exclusivamente católica.
El modelo de apologeta por excelencia es Jesús de Nazaret. Creo que esto lo aceptarían, sin reparos, mis amigos agnósticos y ateos. Su estrategia consistía en siempre llamar a la razón de cuantos agredían al prójimo o lo atacaban directamente. Baste ver su actuación ante los fariseos y durante su pasión. Es sencillo. Quien llama a la razón apela al corazón de las personas.
Por eso san Pedro nos pidió dar razones de nuestra esperanza con humildad y sencillez a cuantos lo soliciten y, San Pablo, hacerlo en cualquier momento, a tiempo y destiempo. Este ha sido el corazón de la tradición apologética de la Iglesia a lo largo de dos mil años.
@voxfides
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