De manera análoga a lo que sucede en Navidad, cuando llegamos a la Semana Santa nos encontramos con unos feriados, herencia de la cultura cristiana que alumbró a nuestro país, pero que con el avance del secularismo se desdibujan en su contenido y significado a pasos vertiginosos. Quieren estas breves líneas invitarnos a redescubrir su maravilloso sentido.
Durante la Semana Santa revivimos el Misterio Pascual de Jesús, “su hora” según la terminología usada en el Evangelio de san Juan, el clímax de su existencia podríamos decir.
¿Para qué vino Jesús al mundo? Para salvarnos. ¿Cuándo y cómo nos salva? Con su pasión, muerte y resurrección, en Jerusalén, hace veinte siglos. Sin embargo, de forma misteriosa pero real, la liturgia las vuelve a hacer presentes durante la Semana Santa. De allí que asistir a los oficios religiosos de esos días es como asomarnos por una ventana, velada por el misterio, a lo que sucedió en Tierra Santa, cuando Jesús realizó la obra de nuestra salvación.
Por eso, la actitud fundamental en Semana Santa es el recogimiento. Evitar la dispersión, considerar las verdades más profundas de nuestra fe: el sentido de la vida, su horizonte, el premio o el castigo, la historia de la salvación, dentro de la cual se inserta la historia de nuestra vida, su finalidad que es el encuentro con Dios, los obstáculos que lo dificultan y que exigen de nuestra parte una actitud de vigilia y de esfuerzo continuados, etcétera.
Hasta hace no demasiados años, pues aún gente mayor lo recuerda, ni el radio se escuchaba durante los días santos, por lo menos el Viernes Santo. La sociedad era más cristiana, ya no lo es más; pero quizá mejor. Ahora se trata de que los cristianos lo seamos personalmente. No porque no nos quede de otra o por la inercia cultural, sino porque libremente queremos revivir en nuestro interior ese fabuloso misterio de nuestra redención, insertándonos de esta forma en la historia de la salvación.
Quien dice recogimiento y silencio, dice interioridad, oración, espiritualidad. Semana Santa es el momento estelar de la espiritualidad, en la cual los cristianos nos reencontramos con nuestra identidad religiosa: con Jesucristo y Él, crucificado. Tenemos una misteriosa pero elocuente imagen de la humanidad, por ejemplo, al contemplar el “Ecce homo” (“He aquí al hombre” de Pilatos), cuando presentan a Jesús como auténtico retablo de dolores, antes de ser crucificado. He ahí la imagen doliente de la humanidad, pero también la imagen tremenda de la divinidad. El misterio que sobrepuja toda razón y lógica humanas, por el cual Dios entrega a la muerte a su Hijo para salvarnos a nosotros. La oración contemplativa, que supera toda lógica y mana por cauces afectivos, es una buena forma de vivir la Semana Santa.
Pero para que la interioridad no devenga en intimismo, es preciso dar un cauce práctico a esa oración. La contemplación se materializa o se encarna con la acción, particularmente con las obras de misericordia. La Semana Santa es una ocasión estupenda para realizar obras de misericordia –por ejemplo, labores sociales familiares–, de forma que así nos identifiquemos con los sentimientos que llevaron a Jesús al patíbulo de la cruz.
En efecto, Dios se compadece de nuestra miseria y viene en nuestra búsqueda; son sus entrañas de misericordia las que le llevaron a sufrir todo lo humanamente posible para salvarnos y manifestar así la hondura de su amor por nosotros. Cuando, por nuestra parte, nos compadecemos de las necesidades ajenas, revivimos de alguna forma, en menor escala, el hambre de entrega y sacrificio que tenía Jesús por sus hermanos.
La tercera forma de vivir la Semana Santa es precisamente el sacrificio, la renuncia. No como un desprecio de lo corporal, sino como huida de la comodidad y el conformismo, como señorío y libertad respecto a cualquier atadura material. El sacrificio así vivido nos devuelve algo de la armonía original de la humanidad antes del pecado, nos eleva por encima de nuestros instintos y tendencias, hace que nuestro cuerpo entero participe de la oración. Esa renuncia se convierte así en una forma de solidaridad con quien menos tiene, un modo de vivir la responsabilidad social, pues para ser muy sobrenaturales, primero tenemos que ser muy humanos. Todo ello es posible, si vivimos intensamente y en profundidad, es decir santamente, la Semana Santa.
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