“Ya no nos aflige y menos aún nos interpela el vivir en una sociedad que abierta y constantemente desafía la ley de Dios”.
“Recuerda, hombre, que eres polvo, y al polvo regresarás”. Esta frase que nos advierte sobre la fragilidad y brevedad de la vida son pronunciadas por el sacerdote que haciendo la señal de la Cruz sobre la frente del fiel, impone las cenizas; símbolo de conversión y penitencia. Con el miércoles de ceniza inicia la cuaresma, definida por San León Magno como “un retiro colectivo de cuarenta días, durante los cuales la Iglesia, proponiendo a sus fieles el ejemplo de Cristo en su retiro al desierto, se prepara para la celebración de las solemnidades pascuales con la purificación del corazón y una práctica perfecta de la vida cristiana”.
Esos cuarenta días que, en nuestra antaño civilización cristiana, estuvieron marcados por: el ayuno, la penitencia, la limosna y la oración; son actualmente ignorados, aun por la mayoría de los católicos quienes, durante la semana santa, vamos a la playa antes que a la iglesia. Llamativamente, las prácticas cuaresmales tradicionales, actualmente tan reducidas y suavizadas, son también, mínimamente observadas. Muchos católicos no se sienten obligados a obedecer, ni siquiera los pocos preceptos, calificados de retrógrados y absurdos, pues presuponen que el ayuno del miércoles de ceniza y viernes santo es sólo una sugerencia, al igual que la abstinencia, reducida al miércoles de ceniza y a los viernes de cuaresma y de la semana mayor. Otros católicos, inmersos en el espíritu del mundo, utilizamos dichas prácticas a buscar nuestro mejoramiento personal a través de unos vacíos y buenistas propósitos mundanos.
El confort, las comodidades y facilidades que disfrutamos actualmente nos han hecho perezosos, acomodaticios y han logrado arrebatar a nuestra alma el anhelo de los bienes espirituales. Por ello, nuestro peregrinaje por este valle de lágrimas lo hemos transformado en un animado recorrido en el cual, pasarlo lo mejor posible, se ha convertido en nuestra gran meta. Y es que nuestra sociedad, ávida de placeres, no está dispuesta a soportar ninguna incomodidad o privación por un alma que no ve; al tiempo que, paradójicamente, realiza dócilmente grandes sacrificios por conseguir unos placeres y bienes materiales cuyo gozo, es fugaz. Así, se promueve el ayuno intermitente como práctica alternativa de salud, mas se rechaza tajantemente el ayuno como penitencia. Encima, nos justificarnos con la cantaleta de que ayunamos de murmuraciones y cotilleos y al final, no ayunamos, ni de lo uno ni de lo otro.
La mayoría de los católicos, olvidando que estamos en el mundo pero no somos del mundo; tenemos ya una visión puramente terrenal de la vida, que nos ha llevado a deponer nuestras armas, como si la batalla entre el espíritu y la carne fuese cosa del pasado. Lo peor, es que ya no nos aflige y menos aún nos interpela el vivir en una sociedad que abierta y constantemente desafía la ley de Dios. No solo hemos legalizado los pecados que claman al cielo con el aborto, los múltiples “estilos de vida” del colectivo del arcoíris, la eutanasia y la usura. Pecados de gran gravedad; como la blasfemia, el tomar el nombre de Dios en vano, el no santificar las fiestas, el faltar el respeto a los padres y mayores, la práctica del ocultismo, la impudicia en bailes, canciones, modas y programas; han invadido a nuestra sociedad colándose, en ocasiones, hasta en nuestras mismas casas. Hemos perdido el sentido del pecado, como no sean los llamados pecados sociales y ecológicos, las pequeñas faltas que impiden nuestra autorrealización así como nuestra falta de altruismo ya que de la caridad, no recordamos ni el nombre.
Si la tibieza del católico es sumamente grave, su deserción lo es aún más, pues condena a la perdición a la sociedad a la que está llamado a alumbrar. Esto ya es evidente en nuestra sociedad que, esclava de sus pasiones acepta en silencio ser manejada por demagogos que, a través de leyes criminales, inmorales y tiránicas han sembrado la cizaña y la muerte en el seno mismo de nuestras familias que conforman una sociedad cada vez más fracturada y descarriada. Hemos perdido el santo temor de Dios que nos alejaba del pecado no sólo por miedo al justo castigo que acarrea, sino por la grave ofensa causada a la Majestad de Dios, “infinitamente buena y digna de ser amada sobre todas las cosas”.
El hombre, solo puede salir de su pecado si es capaz de reconocerlo. Solo es capaz de superarlo si lo detesta, porque se sabe esclavo de éste, pero sobre todo porque ofende gravemente a Dios. Nuestros pecados, nuestras miserias e iniquidades son muchas, pero la misericordia de Dios es aún mayor y siempre está presto a perdonarnos mediante el sacramento de la confesión. Empecemos esta cuaresma, imitando al hijo pródigo. Y con corazón contrito y humillado exclamemos: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Pidamos misericordia a Dios, imploremos su perdón y hagamos reparación por nuestros pecados y los pecados de ese mundo que ha olvidado su gran deuda de gratitud para con Dios, que tanto amó al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, obediente hasta la muerte y una muerte de Cruz para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna.
Creamos por quienes no creen, esperemos por quienes no esperan, adoremos por quienes no adoran y amemos por quienes no aman. Y como el ciego del camino de Jericó clamemos; Señor, que vea. Que vea todo aquello con lo que te ofendo día con día; que vea todo aquello que me separa de Ti, que vea todo aquello que me impide seguirte por el camino estrecho, “porque estrecha es la puerta y angosta la senda que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan”. Que Cristo nos conceda las gracias y la fortaleza necesaria para estar dispuestos, por amor a El, a llevar Su cruz, que es el camino al cielo.
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