1) Para saber
Se cuenta que un turista americano viajó a El Cairo, Egipto, para visitar a un famoso sabio. Cuando llegó a su casa quedó decepcionado, pues vivía en una habitación muy simple: unos cuantos libros, un tapete para dormir, apenas una mesa y una silla como mobiliario. “¿Dónde están sus muebles?”, preguntó intrigado el turista. El sabio rápidamente también le preguntó: “Y los suyos, ¿dónde están?”. El turista sorprendido dijo: “¿Los míos? ¡Yo estoy aquí solamente de paso!”. El sabio concluyó: “Pues yo también…”.
En su reciente reflexión sobre los vicios, el papa Francisco se detuvo en la avaricia, como un apego desordenado a los bienes, especialmente al dinero. El avaro no es generoso. Y no se trata de cuánto dinero se tenga, pues es una enfermedad del corazón, no de la cartera, dice el Papa.
Hubo una época de la Iglesia Católica en que algunos decidieron irse a vivir al desierto desprendiéndose de todo para orar. Se les llamó “Padres del desierto”. Pero aún en esas circunstancias experimentaron que no estaban libres de la avaricia, pues siempre estaba la tentación de apegarse a los objetos de poco valor que tenían y eso les quitaba la libertad. Entonces descubrieron un medio para evitarlo: reflexionar en la propia muerte, saber que por mucho que se acumulen bienes en el mundo, nada se llevará la morir.
2) Para pensar
En los relatos de los padres del desierto, cuenta el papa Francisco, se encuentra la historia de un ladrón que, mientras el monje dormía, le robó los pocos bienes que guardaba en su celda. Cuando despertó el monje, nada turbado por el incidente, se puso tras la pista del ladrón. Cuando al fin lo encontró, el ladrón intentó huir, pero el monje en lugar de reclamarle lo robado, le entregó las pocas cosas que le quedaban diciéndole: “¡Te olvidaste de llevarte esto!”.
Podemos ser dueños y señores de los bienes que poseemos, pero hay que tener cuidado de que al final, ellos nos pueden poseer. Dependerá de cómo nos disponemos interiormente para relacionarnos con ellos. Obviamente las riquezas no son en sí mismas un pecado, pero sí son una responsabilidad. Depende cómo las utilizamos. Pensemos qué relación tenemos con lo que poseemos.
3) Para vivir
Nuestro corazón fue creado para amar; un amor que conlleva darse. Por ello sólo se amará propiamente a alguien, no a algo. Las cosas se pueden apreciar y cuidar, pero el amor es hacia las personas. La avaricia corrompe la voluntad del hombre inclinándolo a poner su corazón en los bienes materiales.
La Sagrada Escritura nos hace ver que el vínculo de posesión que construimos con las cosas es sólo aparente, porque no somos los amos del mundo: esta tierra que amamos no es en verdad nuestra, y nos movemos por ella como extranjeros y peregrinos (cfr. Lv 25,23). Por ello nuestro Señor nos invita a no preocuparnos ni poner nuestra seguridad en las cosas, ni tener miedo a no tener, sino más bien confiar como buenos hijos en la bondad de nuestro Padre Dios.
No dejemos, pues, que las riquezas nos posean, sino utilizarlas para el bien, siendo generosos con todos y con los que más nos necesitan, aprendiendo de Cristo que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8,9).
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