Su Santidad está ni más ni menos que bajo el patrocinio del santo más cercano a Jesús y a María, a él se le confió estar al frente de la Sagrada Familia, José no escatimó ningún esfuerzo para cumplir el querer de Dios.
Cuando los pequeños acogen la educación cristiana que reciben, al ir creciendo profundizan en la vida de su santo patrono, acuden en su ayuda y le imitan. Es el caso de Joseph Ratzinger. Providencialmente y no fortuitamente -la primera palabra hace referencia a la Providencia de Dios, la segunda se queda en un plano meramente terreno, a veces hasta algo supersticioso-, me llegó la homilía titulada “Cuando san José duerme” que el entonces cardenal Ratzinger pronunció el 19 de marzo de 1992.
Muy lejos estaba entonces de imaginar que caería sobre sus hombros el timón de la Iglesia, pero las ideas que expresa manifiestan su profunda vida interior y su calidad humana en el modo de afrontar los acontecimientos. Solamente alguien que busca la excelencia en el servicio de Dios puede descubrir los matices escondidos en la vida de San José.
Desde entonces, también muestra su destreza en el conocimiento de las Sagradas Escrituras, y su maestría para relacionar el Nuevo Testamento con el Antiguo. Aspecto evidente en sus dos últimos libros sobre Jesús de Nazaret.
La homilía surge de las reflexiones sobre una representación de San José: un retablo portugués de la época barroca, muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Hay una tienda abierta, y junto a ella un ángel en postura vertical. José dentro está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil.
El texto tiene tres secciones: los silencios; se levanta y acoge el plan de Dios; siempre en camino. Y, no cabe duda de que esos aspectos contemplados, no solamente se asumen en la contemplación sino que resultan programáticos para las futuras demandas de Dios.
Los silencios
“Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant 5,2). (…) tenemos una figuración del hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo que resuene en su interior o se le diga desde arriba; del hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. (…)
Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a la medida de nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado unidimensional.
Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla también hoy de la bondad y la belleza de Dios.
Se levanta y acoge el plan de Dios
“Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mt 1,24; 2,14). Así toma contacto con el centro de la vida de María, la respuesta que iba a dar en el momento decisivo de su existencia: He aquí la sierva del Señor (Lc 1,38). San José reacciona así: Aquí tienes a tu siervo. Dispón de mí. Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el llamamiento: Heme aquí, Señor. Envíame (Is 6,8, en relación con 1 Sam 3,8ss).
Esa llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando le dice: Te llevarán adonde tú no quieras ir (Jn 21,10). José, con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida entera es una historia de correspondencias de este tipo.
(…) Más tarde sufrirá la dolorosa experiencia de los tres días durante los que Jesús está perdido (Lc 2,46), esos tres días que son como un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que el Señor ha desaparecido y se siente su vacío.
(…) No ha hecho de su vida cosa propia, sino algo para dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios, ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa del Altísimo. (…)
Porque tal es la verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa del Padre a la que Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42).”
Siempre en camino
“Mirando a ese José que está vestido como peregrino, comprendemos que, a partir del momento del Misterio, su existencia sería la del que está siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una vida marcada por el signo de Abrahán: porque la Historia de Dios entre los hombres, que es la historia de sus elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen 12,1; Heb 9,8ss).
“Y por haber sido una réplica de la vida de Abrahán, se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano. Podemos comprobarlo con viveza singular en la primera Carta de san Pedro y en la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos -nos dicen los Apóstoles- debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y huéspedes (1 Pet 1,17; 2,11; Heb 13,14): porque nuestra morada, o como dice san Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los Cielos (Phil 3,20).”
Del silencio de San José, Su Santidad adopta el recogimiento y la prontitud. Sólo así se explica el sí inmediato a la elección del Espíritu Santo, por medio de los cardenales, para ocupar la silla de Pedro, cuando sus planes personales eran otros.
Del modo como se levanta José y acoge el plan de Dios, el Papa no duda en expresar, desde el primer momento, con prontitud, que su programa al frente de la Iglesia es cumplir la Voluntad de Dios: guardar la fe, esperar con confianza la ayuda de lo Alto y proclamar el Amor de Dios por todos y cada uno.
De siempre en camino, adopta precisamente su misión de caminante, de viajero contra todos los pronósticos -por su edad y salud-, y se deja llevar por Dios. Desde Roma y desde los lugares que visita, nos recuerda la patria definitiva: el Cielo, sin que dejemos de cumplir nuestros deberes en la tierra. Pone en guardia del peligro de querer hacer un Paraíso de la tierra. Nos mueve a comprobar que únicamente Dios puede saciarnos por completo, necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas.
Por todo esto, podemos verificar que gran parte de la fuerza de los mensajes de Benedicto XVI responden a que son girones de su propia vida.
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