La realidad es que al adolescente Ratzinger le tocó sufrir los excesos de los nazis y las carencias de un país destrozado por el conflicto bélico y por la derrota sufrida. En 1943, Alemania necesitaba más reclutas y empezaron a ser alistados los menores de edad. A sus 16 años, Joseph ya edad suficiente para pertenecer a las “Juventudes Hitlerianas”, que no era otra cosa que el servicio militar, en el que a los jóvenes se les permitía salir a tomar clases, mientras que los soldados profesionales estaban de tiempo completo dedicados a la guerra.
En 1944, Joseph terminó su servicio militar en las bases antiaéreas alemanas, pero al volver a casa, le avisaron que debía presentarse en el “servicio laboral del Reich”. En esta etapa, los jefes militares eran viejos afiliados al partido nazi, crueles, violentos y que buscaban intimidar a los jóvenes soldados para reclutarlos en la “SS”, la sanguinaria estructura paramilitar del Tercer Reich.
Así lo recuerda el mismo Ratzinger en sus memorias: “Una noche nos sacaron de la cama y nos hicieron formar filas, medio dormidos, vestidos de chándal (pants). Un oficial de la SS nos llamó uno a uno fuera de la fila y trató de inducirnos a enrolarnos como ‘voluntarios’ en el cuerpo de la SS, aprovechándose de nuestro cansancio y comprometiéndonos delante del grupo reunido”.
Y en esta situación de tortura psicológica se manifestará un importante rasgo de la personalidad del futuro Papa: la valentía de no ceder ante lo que amenazaba su fe religiosa. Así lo relata él mismo: “Junto con algunos otros, yo tuve la fortuna de decir que tenía la intención de ser sacerdote católico. Fuimos cubiertos de escarnio e insultos, pero aquellas humillaciones nos supieron a gloria, porque sabíamos que nos librábamos de la amenaza de este enrolamiento falsamente ‘voluntario’ y de todas sus consecuencias” (“Mi vida”, p. 46).
En 1945, Ratzinger estaba asignado al cuartel de Infantería de Traunstein. El fin de la guerra se tornaba cada vez más inminente. Pero los reclutas alemanes no podían abandonar las trincheras, ya que eso equivalía a desertar. Sin embargo, Joseph, que siempre estuvo en contra de la contienda bélica, decidió no seguir en la guerra, costara lo que costara. Escribirá en sus memorias: “Tomé la decisión de marcharme a casa. Sabía que la ciudad estaba rodeada de soldados que tenían la orden de fusilar en el acto a desertores. Por eso tomé, para salir de la ciudad, un camino secundario, con la esperanza de pasar desapercibido” (Ibid., pp. 48-49).
En junio de 1945, el soldado Ratzinger volvió a su casa, pero esta alegría duró poco tiempo, pues el ejército norteamericano que ya había tomado Alemania, y en Traunstein las tropas aliadas arrestaron a los reclutas bávaros. De esta experiencia como prisionero de guerra, Joseph recuerda que la ración de alimento era un cucharón de sopa y un trozo de pan diario. Finalmente, fue liberado cerca de Múnich.
Despejados los prejuicios sobre el pasado nazi, vemos el temple del futuro Pontífice: estudioso, valiente, de convicciones firmes. Esta experiencia forjó su personalidad, pues en estas difíciles circunstancias Joseph Alois Ratzinger maduró su vocación.
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